– No -sonrió-. Y creo que debería llevar vestidos sin mangas con más frecuencia.

Me sonrojé.

– ¿Así que no tienen nada agradable que decir sobre mí?

Pensó un momento.

– Les parece que su marido es muy apuesto, incluso con la… -se llevó la mano a la nuca.

– Coleta.

– Sí. Pero no entienden por qué corre y opinan que sus pantalones cortos son demasiado cortos.

Sonreí para mis adentros. Sí que parecía fuera de lugar hacer footing en un pueblo francés, pero a Rick le tenían sin cuidado las miradas de la gente. Luego se me heló la sonrisa.

– ¿Por qué sabe usted todas esas cosas sobre mí? -pregunté-. ¿Sobre quiches y estar embarazada y los postigos y la lavadora? Se comporta como si estuviera por encima de todas esas habladurías, pero sabe tanto como los demás.

– No soy chismoso -dijo Jean-Paul con firmeza, echando el humo hacia la rendija de la ventanilla- Alguien me contó todo eso a manera de advertencia.

– ¿Qué clase de advertencia?

– Ella, cada encuentro nuestro es un acontecimiento público. No está bien que la vean conmigo. Me han dicho que cuentan chismes sobre nosotros. Yo debería haber tenido más cuidado. Por lo que a mi respecta, no me importa, pero usted es mujer y siempre es peor para las mujeres. Ahora me va a decir que todo eso es absurdo -siguió, pese a mis intentos de interrumpirlo-, pero absurdo o no, es la verdad. Y está casada. Y es extranjera. Y todo eso empeora la situación.

– Pero es insultante que sus opiniones le parezcan más importantes que las mías. ¿Qué tiene de malo vernos? No hacemos nada malo, por el amor de Dios. Estoy casada con Rick, ¡pero eso no significa que no pueda hablar con otro hombre!

Jean-Paul no dijo nada.

– ¿Cómo lo soporta? -dije, sin poder contenerme-. ¿Esa vida pueblerina de continuos chismorreos? ¿Saben todo lo que hace?

– No. Fue un golpe después de vivir en ciudades grandes, por supuesto, pero aprendí a ser discreto.

– ¿Y llama ser discreto a desaparecer para luego reunirse así conmigo? Ahora sí que parecemos culpables.

– No es exactamente así. Lo que más los ofende es que las cosas sucedan en el pueblo, frente a sus narices.

– Delante de sus narices -sonreí, a pesar de todo.

– Delante de sus narices -me devolvió una sonrisa sombría-. Es una psicología diferente.

– Bueno, el caso es que la advertencia no ha servido Aquí estamos, después de todo.

No volvimos a hablar durante el resto del viaje.


La cubierta estaba quemada a medias, las hojas carbonizadas e ilegibles, a excepción de la primera. Con trazos delgados e inseguros, y con desvaída tinta marrón, alguien había escrito lo siguiente:


Jean Tournier n. 16 de agosto de 1507

c. Hannah Tournier 18 de junio 1535

Jacques n. 28 de agosto 1536

Etienne n. 29 de mayo de 1538

c. Isabelle du Moulin 28 de mayo de 1563

Jean n. 1 de enero de 1563

Jacob n. 2 de julio de 1565

Marie n. 9 de octubre de 1567

Susanne n. 12 de marzo de 1540

c. Bertrand Bouleaux 29 de noviembre de 1565

Deborah n. 16 de octubre de 1567


Me contemplaban los ojos de cuatro personas: los de Jean-Paul, Mathilde, monsieur Jourdain, que, para sorpresa mía, estaba sentado junto a Mathilde tomándose un whisky con soda cuando entramos, y una niñita rubia, subida a un taburete con una coca-cola en la mano, los ojos dilatados por la emoción, y que nos fue presentada como Sylvie, hija de Mathilde.

Me sentí un poco mareada, pero me apreté la Biblia contra el pecho y les sonreí.

– Oui -me limité a decir-. Oui.

5. Los secretos

Las montañas eran la diferencia más evidente.

Isabelle contempló las laderas de los alrededores; cerca de la cumbre la superficie de roca al descubierto parecía capaz de desprenderse en cualquier momento. Los árboles eran distintos, apretados unos contra otros como musgo, dejando de cuando en cuando sitio para el destello brillante de un prado.

Las montañas de las Cevenas son como un vientre de mujer, pensó. Pero estas otras del Jura son como sus hombros. Más afiladas, más definidas, menos acogedoras. Mi vida será diferente en montañas como éstas. Isabelle se estremeció.

Formaban parte de un grupo que, procedente de Ginebra, buscaba un lugar donde establecerse y se había detenido junto a un río en el límite de Moutier. Isabelle quería suplicarles que no se quedaran allí, que siguieran adelante hasta encontrar un hogar menos inhóspito. Nadie compartía su inquietud. Etienne y otros dos varones dejaron a los demás junto al río y se dirigieron a la posada del pueblo en busca de trabajo.

El río que atravesaba el valle era pequeño y oscuro, con hileras de abedules plateados en las orillas. Excepción hecha de los árboles, el Birse no era muy distinto del Tarn, pero parecía más hostil. Aunque ahora no llevaba mucha agua, su caudal se triplicaría en primavera. Mientras las personas mayores deliberaban, los niños corrieron hacia el agua; Petit Jean y Marie metieron las manos, mientras Jacob se acuclillaba en el borde, contemplando los cantos rodados del fondo. Con mucho cuidado acabó por sacar una piedra negra, parecida por su forma a un corazón, y la sujetó entre dos dedos para que la vieran los demás.

– Bravo, mon petit! -gritó Gaspard, un individuo jovial que había perdido un ojo. Su hija, Pascale, y él regentaban una hostería en Lyon y habían escapado de allí con un carro cargado de alimentos que compartían con cualquiera que lo necesitase. Los Tournier se los encontraron en la carretera de Ginebra cuando ya se les habían acabado las castañas y sólo les quedaban patatas para un día. Gaspard y Pascale les dieron de comer, y rechazaron tanto el agradecimiento como los ofrecimientos de pago.

– Es la voluntad de Dios -dijo Gaspard, riendo como si hubiera contado un chiste. Pascale se limitó a sonreír, e hizo que Isabelle se acordara de Susanne, de su rostro sereno y de su amabilidad.

Cuando los hombres regresaron de la posada, había una expresión de asombro en el rostro de Etienne, los ojos muy abiertos y enloquecidos por la ausencia de pestañas y cejas que los anclaran.

– Aquí no hay un duque de l'Aigle -dijo, moviendo la cabeza-. No hay propietarios que arrienden tierras ni que necesiten mano de obra.

– ¿Para quién trabajan, entonces? -quiso saber Isabelle.

– Cada uno sus tierras -no parecía muy convencido-, Algunos granjeros necesitan ayuda para la cosecha de cáñamo. Podemos quedarnos algún tiempo.

– ¿Qué es cáñamo, papá? -preguntó Petit Jean.

Etienne se encogió de hombros.

No quiere reconocer que no lo sabe, pensó Isabelle. Se detuvieron en Moutier. En el tiempo que quedaba hasta la llegada de las nieves, un granjero tras otro contrataron a los Tournier. El primer día los llevaron a un cañamar, para que cortaran el cáñamo y lo pusieran a secar. Los recién llegados contemplaron aquellas plantas, duras y fibrosas, tan altas como Etienne.

Finalmente, Marie dijo lo que todos estaban pensando.

– Mamá, ¿cómo se comen?

El granjero se echó a reír.

– Non, non, ma petite fleur -dijo-, esta planta no es para comer. La hilamos, para hacer tela y cuerdas. ¿Ves esta camisa? -señaló la prenda gris que llevaba-. Está hecha con cáñamo. ¡Vamos, tócala!

Isabelle y Marie notaron entre los dedos la solidez y aspereza de la tela.

– ¡Esta camisa durará hasta que mi nieto tenga hijos!

Explicó que cortaban y secaban el cáñamo, lo ponían en remojo para ablandar y separar la fibra del resto de la planta, y después lo secaban de nuevo antes de golpearlo para separar por completo la fibra, que a continuación se cardaba y se hilaba.

– Eso es lo que haréis durante el invierno -señaló con la cabeza a Isabelle y a Hannah-. Fortalece las manos.

– Pero ustedes ¿qué es lo que comen? -perseveró Marie.

– ¡No nos falta de nada! Vendemos el cáñamo en el mercado de Bienne a cambio de trigo, cabras, cerdos y otras cosas. No tengas miedo, fleurette, no pasarás hambre.

Etienne e Isabelle guardaron silencio. En las Cevenas raras veces habían hecho trueques en el mercado: vendían sus excedentes al duque de l'Aigle. Isabelle se llevó una mano al cuello. No le parecía bien cultivar cosas que no se pudieran comer.

– Tenemos huertas -la tranquilizó el granjero-. Y algunas personas cultivan trigo de invierno. No os preocupéis, no nos falta de nada. Mirad este pueblo, ¿es que veis hambre? ¿Hay pobres aquí? Dios provee. Trabajamos mucho y Dios provee.

Sin duda Moutier era más rico que su antiguo pueblo. Isabelle cogió una guadaña y entró en el cañamar. Tuvo la sensación de que se tumbaba boca arriba en el río y de que, con un poco de confianza, lograría flotar.


Al este de Moutier el Birse torcía hacia el norte, atravesaba la cordillera y dejaba atrás una altísima garganta de rocas grises y amarillas, sólida en algunos sitios, pero que se desmoronaba por los bordes. La primera vez que Isabelle la vio sintió deseos de ponerse de rodillas: le recordaba a una iglesia.

La granja a la que se trasladaron no estaba a orillas del Birse, sino junto a un arroyo que discurría más al este. Tenían que atravesar la garganta cada vez que iban a Moutier o venían de allí. Cuando Isabelle lo hacía sola se santiguaba.

Su casa estaba hecha de una piedra que no conocían, menos pesada y más suave que el granito de las Cevenas. Había sitios en los que la argamasa se había caído, por lo que en el interior había corrientes y humedad. Los marcos de las ventanas y de la puerta eran de madera, al igual que el techo, muy bajo, e Isabelle temía que se produjera un incendio. La antigua granja de los Tournier había estado toda ella edificada en piedra.

Lo mas extraño de todo era que no tenía chimenea; aunque en eso no se diferenciaba de las restantes granjas del valle. Por otra parte, el techo bajo de madera era falso, el humo se acumulaba en el espacio que quedaba hasta el tejado, y se escapaba por agujeros de poco tamaño hechos debajo de los aleros. Allí se colgaba la carne para ahumarla, aunque aquélla parecía ser la única ventaja. Todo lo que había en la casa estaba cubierto por una capa de hollín y el aire se volvía oscuro y viciado siempre que se cerraban puertas y ventanas.