– Cielo -le dijo a papá, toda melosa-. ¿No quieres cambiar de canal?

Lo más habitual es que él dijera que sí y le preguntara qué prefiere ver, o que simplemente le pasara el mando. Él sabe que una pregunta de ella es una orden. Pero aquel día se sentía un poco frustrado -o como dice mi madre, «fustrado»- porque se despertó con ganas de dar una vuelta en su bicicleta de montaña pero se quedó a ver el fútbol sintiéndose culpable sólo porque mi madre opina que es lo que un «verdadero hombre» tiene que hacer. Durante el desayuno le preguntó qué quería hacer ese día, y cuando él dijo, «montar en la bici», le lanzó su mirada más dulce y le dijo:

– Pero si hoy hay fútbol, y sé que te encanta ver el fútbol.

Se encogió de hombros, asustado de llevarle la contraria.

– Podría preparar unas salchichas ahumadas. ¿Quieres una cerveza? ¿No quieres ver el partido?

Se rindió demasiado rápido, se sentó en ese artefacto, y encendió la «Tiiiviii» suspirando. Para colmo, hacía un día precioso. Lo sentí por él. Así que sólo por llevarle la contraria, cuando le habló de cambiar de canal le dijo «no», por primera vez en la vida, que yo recuerde. No lo dijo alto, pero lo dijo. Ella no supo cómo reaccionar, e hizo lo que pudo. Le miró con todo el rencor del mundo y le arrebató el mando.

– Bueno, ¿tú que sabrás? -preguntó, sonriendo como si fuera un chiste.

No lo era. Yo lo sabía, y ella también. Y sobre todo, él lo sabía.

Cambió al canal de la tienda en casa, donde ofertaban joyas feísimas y se le iluminó la cara.

– Oh, mira, cielo. Es tanzanita. Nos encanta la tanzanita.

No se movió, ni respiró, ni nada. Sólo gruñó imperceptiblemente. Entonces, mamá dijo:

– ¿No es preciosa?

Dije que no, pero siguió.

– Es tan bonita. Las tanzanitas pegan con todo. Cariño, ¿te gustaría que comprara una?

Papá le pasó el teléfono. Hizo un pedido, con la tarjeta de crédito de él. Colgó, me sonrió y dijo:

– Ya sabes cómo somos las mujeres. Nos encanta comprar.

– No -dije-. No sé cómo somos las mujeres. A mí no me gusta comprar.

Me ignoró.

Papá me ignoró.

Mejor.


Los de mi grupo ya están aquí, montando la batería, el ampli y los micrófonos en su sitio en el oscuro escenario. Estoy nerviosa. Los pinchas están empezando a poner mi música en algunas emisoras de San Diego y Tijuana, y muchos jóvenes del movimiento están comprando los discos compactos que producimos nosotros mismos. La semana pasada recibí una postal de una admiradora de McAllen, Texas, que me dijo que escuchaba mi música en una emisora de Reynosa, México. Menudo viaje. Esto va tan rápido que casi no sé qué hacer. La gente del movimiento me conoce por mi nombre. El año pasado por estas fechas tenía suerte si venían catorce personas a escucharme. Hoy han dejado a gente fuera. Eso te da una idea. No imaginas lo feliz que me siento cuando miro ese mar de caras morenas y veo que la mayoría son chicas. Mujeres. Compensa por las veces que algún cabrón me ha preguntado si soy una grupy. Compensa por todos esos ejecutivos discográficos que me han devuelto la demo alegando que no hay mercado para el tipo de mexicoytl que envío al universo. Rock femenino airado, duro, en español y náhuatl. El último que llamó me preguntó si estaría dispuesta a hacerlo más suave y más pop.

– Como una Britney latina -me dijo.

Quería que me uniera al equipo del productor de pop latino Rudy Pérez. Entonces le colgué.

Los venderé yo misma en la calle, si no me queda más remedio. Los yupis no entienden que uno no compone por dinero, no si siente la música. Si la siente, hace música para equilibrar las energías del universo. Reúnes voz y poder y los liberas. No lo controlas. Dejas que te controle a ti.

Gato se lanza sobre la masa de cuerpos relucientes. Lo absorben con un rugido y allí está, galopando sobre sus hombros y sus manos. Le arrancan la camisa y le escupen. Lo aman. Lo de escupir empezó en Argentina. Si te quieren en Argentina, te escupen, por lo menos en el mundo del rock. Los mexicanos ahora también lo hacen. Todos están mirando, incluso ese cuarentón en plena crisis que bebe a sorbitos de un vaso con sombrilla de papel desde la barra. ¿Qué hace aquí?

Lo estudio e intento adivinar su historia, una mala costumbre. Quizá su esposa se escapó con el socorrista de la piscina anoche y ha entrado en el primer bar. Quizá está pensando en comprar el club y convertirlo en un Hooters. Se divierte como ese tipo de hombres. Igual es un borracho. Los tíos así me incomodan. Me recuerdan a Ed, el novio de Lauren. Parece la clase de tío que llega a casa, se remanga y se tira a la criada.

Gato extiende sus brazos como Jesucristo y lo levantan. Lo está sintiendo. Nos fumamos un canuto hace un rato y Gato está volando. Sonrío. Gato es profundo. Gato es genial. Es probable que consiga un contrato discográfico antes que yo. Ambos perseguimos el mismo Grial. Sugirió un par de veces que formáramos equipo, pero me ofendí. No necesito su ayuda. Sé que está intentando ser amable. Pero quiero tener el control. Supongo que se podría decir que soy una egocéntrica en ese sentido. No quiero compartir el escenario con nadie. Tengo demasiado que decir.

Camino sobre los ruidosos tablones del escenario y cruzo la puerta metálica negra que lleva a un diminuto camerino. Una cucaracha corre a esconderse en una grieta de la pared junto al espejo. Me pongo gel en las trenzas para que aguanten mejor y me retoco con la barra de labios morada y el delineador de ojos negro. Para actuar me pongo mucho más maquillaje, los focos del escenario lo anulan. Quiero que me vean.

Se supone que me quedan diez minutos para empezar. Esta noche estoy haciendo un nuevo experimento con la ropa: un body de caucho negro, con un diamante recortado en la zona de los abdominales. Mi amigo Lalo lo ha llenado de símbolos mexi- cas. Esta noche cantaré parte de una canción en náhuatl, el idioma de los aztecas. Gato y yo hemos dado clases de náhuatl con un chamán llamado Curly, en La Puente. Está preparando la ceremonia para darnos un nombre en Whittier Narrows el mes que viene; estoy deseando llevar al fin mi verdadero nombre.

Regreso al escenario y me aseguro de que todos estamos bien colocados. Estos tíos me respetan. Al principio no sabían cómo reaccionar conmigo, siendo chica, pero oyeron mi música y decidieron que tenía un pase. Después de tocar conmigo más de un año, decidieron que más que tener un pase, era realmente buena. Ahora me tratan como a uno más, y me gusta. Brian, mi batería, es poderoso, bajito, lleva la gorra al revés y boa de plumas. Vino a L. A. de Filadelfia para estudiar derecho y lo dejó por el rock. Sebastián, el flaco alto con la cabeza afeitada, es mi teclista y programador. Es español y solía tocar con un conocido grupo en Madrid antes de unirse a mi grupo. Mi bajo, Marcos, viene de Argentina; es el silencioso que parece un contable, y reserva toda su locura para cuando tocamos. La segunda guitarra es una muchacha de Whittier a la que oí tocar en un festival en la Universidad Estatal de California. No tenía ni idea de lo buena que era, y aún no lo sabe. Deben de haberle hecho mucho daño a esta chica hace tiempo. También está Ravel, un dominicano que se encarga de la percusión, la flauta peruana y la segunda voz. Es un músico increíble, y tan alegre siempre que te contagia.

En nuestros puestos. Se encienden los focos. La muchedumbre ruge. Se enciende una pequeña luz azul y arrancamos con una canción movida y airada que compuse mezclando hip-hop, metal y sonidos peruanos tradicionales. Los fans enloquecen. El foco me ilumina y me da un subidón. La adrenalina fluye en mí. Me olvido de quién soy y de dónde estoy, me convierto en música. Trasciendo el tiempo y el espacio, aúllo. Dicen que mi voz es dura, arenosa y áspera, como la de Janis Joplin. Ninguna mexica ha cantado así nunca, no en un disco, al menos. La voz de Alejandra Guzmán se parece, pero su música tiene demasiado pop. La mía es más afilada, más dolorosa, más loca.

Después de la primera canción, cojo las tarjetas y me dirijo al público en español:

– ¡Chingazos! ¡Chingazos!

Enloquecen.

– Escuchadme, chingazos. ¿Habéis visto a Shakira últimamente?

Todos abuchean.

– Así es. Es una pinche desgracia. Rubia. Es una vergüenza para La Raza y La Causa. ¡Podría ser Paulina Rubio!

Todos gritan. Tiro las tarjetas y flotan en un mar de manos oscuras.

– ¡Están dirigidas a su mánager, hijos de puta! Estamos diciéndoles que no es eso lo que queremos. ¡Estamos diciéndole a Shakira que es una traidora!

Más vítores.

Empiezan a gritar:

– ¡Que Shaki se joda! ¡Que Shaki se joda! ¡Que Shaki se joda!

Puños al aire, enseñan los dientes como animales. Les dejo seguir un momento y alzo la mano para callarles.

– Vuestro trabajo es salir ahí fuera y educar a la gente, Raza. Hay demasiados complejos, demasiados deseos de ser como el hombre blanco. ¡Salud! ¡Amaos como sois, oscuros y aztecas, Raza!

Más vítores.

– ¡Que viva la raza, Raza!

Gritos e histeria.

Entonces digo en inglés: «Love your big bad, beautiful brown self, ¡chingones!».Es la entrada a otra canción y empezamos a tocar. Los del foso se agitan, yo me dejo llevar por la magia. Estoy ida.

Cuando termino, todos están sudados y enloquecidos. Piden más. Estoy exhausta, dispersa en el cosmos. No puedo tocar más. Saludo y empiezo a recoger mis cosas. El pincha pone rápido algo de los Jaguares y todos empiezan a bailar. Algunos logran franquear a los guardaespaldas y suben al escenario en busca de autógrafos o para tocarme. Me mezclo con mis admiradores durante quince minutos y doy la espalda al público para guardar mi guitarra. Cuando empiezo a desmontar el micrófono y el equipo de sonido, siento una mano en el hombro. Me vuelvo y veo al hombre mayor con la chaqueta oscura que vi antes en la barra.