Le besó los pechos y tocó sus caderas desnudas, así como los suaves rizos de la entrepierna. Extendió los brazos sobre el suelo y se hundió en ella.
Se sentía como si hubiese perdido su condición humana para entregarse al dios salvaje que regía aquel lugar. Podía verlos como si fuesen una pintura: él poseyéndola sobre la oscura hierba bajo la luna; dos cuerpos anónimos rodeados por las antiguas columnas. Quería parar; quería cortejarla, seducirla y cautivarla hasta que lo amara, pero todo eso quedaba disipado por el intenso ardor animal que sentía; la exquisita danza del amor quedaba reducida a aquel celo salvaje y glorioso sobre la tierra. Ella se movía bajo él cediendo a sus ansiosas embestidas y llevándolo más allá de cualquier pensamiento coherente. Cuando Leigh levantó las manos y le tocó los hombros al tiempo que levantaba las piernas para rodear las suyas, él explotó.
El profundo sonido del éxtasis reverberó entre las piedras. S.T. arqueó su cuerpo en pleno arrobo. Se mantuvo muy apretado, muy dentro de ella mientras jadeaba y notaba cómo la sangre le latía con violencia por todas las extremidades. Leigh le restregó el tobillo por la pierna y él gritó, se convulsionó y se estremeció en ferviente reacción; ella permaneció inmóvil mientras a S.T. le temblaban los hombros. Se dejó caer sobre la joven y, con los ojos cerrados, sintió su vientre suave y sedoso contra el suyo. Volvió a rodearla con los brazos y se mantuvo dentro de ella. Sabía que era el único de los dos que estaba respirando agitadamente. Sabía que ella había ganado, pues se había limitado a complacerlo, a aliviar su brutal ansia para pagar una deuda, pero él estaba tan desesperado que se había lanzado a por lo que le ofrecía como si fuese un mendigo. Apoyó la cabeza sobre el hombro de ella, furioso y avergonzado, pero sin querer salir todavía de su interior. Un mechón del pelo de Leigh se enroscó entre sus dedos. Lo acarició y sintió el contacto de aquella negra seda mientras intentaba moderar su respiración hasta controlarla. Al cabo de un momento, recorrió suavemente la curvatura de su oreja con un dedo.
No podía mirarla, pues era muy consciente de que ella no había intentado devolverle la caricia, ni tan siquiera había reaccionado. No lo había abrazado con ternura ni había apoyado una mano en su espalda. Sus pechos subían y bajaban a un ritmo pausado, en mortificante contraste con el agitado movimiento de él.
S.T. tomó aire con fuerza y, de un impulso, se apartó. Se levantó, se abrochó los pantalones y recorrió la fría hierba hasta llegar a las columnas que se erguían blancas bajo la luna. Se sentó en una piedra desmoronada de los cimientos del templo y se llevó las manos a la cara.
Un canalla había matado a su familia, y a él lo único que se le ocurría hacer era violarla. Se sentía enfadado, humillado y más solo que en toda su vida.
Durmió lejos de ella, con Nemo acurrucado junto a él sobre la hierba. Por la mañana lo despertó el olor del desayuno. El lobo había desaparecido. Leigh se movía con determinación de un lado a otro sin mirarlo en ningún momento, ni siquiera cuando le llevó una taza de té y un pedazo de pan que había tostado en el fuego que había encendido. S.T. lo aceptó sin decir nada y la observó a través del humo que salía de la taza mientras bebía. Leigh metió todo en su bolsa y, con mucho cuidado, dobló el paquete de hojas de té antes de guardárselo en un bolsillo de la levita. Cuando terminó de recoger, fue hasta él y le dejó las botas a los pies. S.T. las miró con expresión sombría.
– No están del todo secas en las puntas -dijo Leigh-. Deberías engrasarlas otra vez para evitar que se agriete la piel del empeine.
– Gracias -dijo él sin poder levantar la cara para mirarla. La joven se quedó inmóvil sin decir nada mientras él le miraba los pies al tiempo que se frotaba la incipiente barba.
– Lo he estado pensando -dijo al fin ella en voz baja-, y creo que lo mejor será que regrese a Inglaterra.
S.T. cerró la boca sin contestar. Miró hacia la lejanía, en la que la neblina matinal pendía de los bordes del prado.
– No es porque no puedas enseñarme -prosiguió Leigh tras una pausa-. Lo he estado pensando y estoy convencida de que sí podrías, pero es una idea absurda creer que puedo aprender a ser como tú. Incluso si estuviera dentro de mis posibilidades, me llevaría años, ¿verdad?
S.T. tomó otro sorbo de té y se apoyó en los codos.
– ¿Es para eso para lo que me buscabas? ¿Para aprender a ser salteador de caminos?
– No un salteador de caminos cualquiera -contestó ella lentamente-, sino el Seigneur de Minuit.
S.T. negó con la cabeza al tiempo que soltaba una breve y cínica risita. Leigh se inclinó sobre él y lo observó pensativa con la cabeza ladeada.
– Eres una leyenda, monsieur -dijo de pronto-. Mi hogar está tan aislado como esto; somos gente sencilla que vemos poco del mundo exterior. Tú fuiste allí tres veces para ayudar a los débiles y maltratados que no podían hacer frente a sus opresores. Quizá ni lo recuerdes, pero nosotros sí. Para la gente eras como el juez supremo, por encima del representante de la Corona, de todos los magistrados e incluso del rey; estabas por encima de todos salvo del propio Dios. -Se calló de repente y con el ceño fruncido volvió la cabeza en dirección a una de las columnas del templo-. Ahora hay otra autoridad al mando; es el diablo encarnado, pero la gente no se da cuenta. -Respiró hondo-. Y se me ocurrió resucitarte. Hacerme pasar por el señor de la medianoche e ir a por ese… ser -añadió con un ligero temblor en la voz-, a por ese monstruo que se ha apoderado de sus corazones y de sus mentes. Fue lo único que se me ocurrió, monsieur, para conseguir abrirles los ojos.
Él se reclinó y reunió las suficientes fuerzas para mirarla a la cara. Se había puesto el chaleco y la levita y estaba ante él, de pie bajo la luz de la mañana, como si fuese una aparición.
– ¿Es ese el hombre al que quieres matar? -preguntó S.T. al fin-. ¿Ese que dices que es un monstruo?
– Sí. Pero no sé si bastará solo con matarlo. No suelo dejar volar mi imaginación, pero, aunque sea difícil de entender, creo que ha infectado sus almas. Harían cualquier cosa por él. Si no hay otra opción, lo mataré pero… no sé qué pasará entonces.
– ¿Te refieres a tus vecinos? ¿Crees que se volverían contra ti?
– Contra mí seguro, e incluso contra sí mismos. -Soltó un bufido y extendió las manos-. Ya sé que suena demencial, de lunáticos. A veces me despierto en medio de la noche y pienso que debe de tratarse de… -Su voz se quebró y se llevó el puño a la boca-. ¡Dios mío, ojalá todo hubiese sido solo un sueño!
El sol apareció sobre la cumbre de las colinas pobladas de árboles y envió una luz dorada que atravesó los resquicios de neblina, hizo brillar el pelo de Leigh y atrapó el color de sus ojos. S.T. la observó mientras se volvía para esquivar la luz que incidía sobre su cara.
– ¿Así que pretendías hacerte pasar por mí? -le preguntó.
– Aún te recuerdan. Recuerdan que siempre has estado de parte de la verdad, y creen en ti. Si vieran que te enfrentas a ese demonio que los dirige, creo que es posible que se apartaran de él.
S.T. agachó la cabeza y agitó las hojas de té de la taza. Le resultaba sorprendente que pudiera haber llegado a inspirar tanta confianza en alguien como para que a ella se le hubiese ocurrido un plan tan disparatado. Por supuesto que sabía que gozaba de gran reputación; era lo que más lo había complacido en sus tiempos de gloria, y había vivido por y para ella. Pero, cuando pensaba en el pasado, en sí mismo y en los motivos por los que había hecho todo aquello, le parecía que sus acciones habían estado tan alejadas de la verdad y la justicia que no sabía si llorar o reír.
La verdad. Todos pensaban que estaba del lado de la verdad. ¿Y si le contaba a Leigh que siempre había elegido a qué víctima necesitada de auxilio defender guiado tanto por la sutil curvatura de una cadera o el encantador movimiento de una pestaña como por la necesidad en sí de hacer justicia? Quizá la gente solo había visto al padre indefenso, al hermano engañado o al primo perseguido como el único motivo para que el Seigneur de Minuit interviniese, pero siempre había habido una mujer detrás. Una mujer y el dulce aliciente de una apuesta.
– Me sorprendes -dijo él al fin-. No creía que se me atribuyera semejante parangón de virtudes.
– Mereces todo el respeto del mundo por lo que hiciste -murmuró Leigh con la cabeza agachada, tras lo cual la levantó y añadió-: pero mi plan nunca funcionaría. Me he dado cuenta ahora. Tardaría demasiado en aprender todo lo que sabes, y eso en el caso de que fuese capaz de hacerlo. Además, me temo que no sería buena alumna, monsieur; como ya has dicho en varias ocasiones, te saco de quicio. Como me deseas, estaba dispuesta a pagarte de ese modo, pero veo que lo único que consigues así es sufrir. -Lo observó con expresión muy seria-. Y no quiero alterar tu serenidad mental.
S.T. recorrió con un dedo una grieta de la piedra tallada.
– Me temo que ese daño ya está hecho, Sunshine.
Ella volvió a agachar la cabeza.
– Lo siento.
– ¿De verdad? -replicó él-. Creo que tenéis el corazón de piedra, señora, y un exceso de arrogancia para tratarse de una mocosa de vuestra edad.
Leigh levantó la cabeza y lo miró con expresión enojada.
– No te gusta que te diga eso, ¿verdad? -continuó S.T.-. Apostaría cualquier cosa a que siempre te habías salido con la tuya hasta que te has encontrado en esta situación. -Tiró lo que quedaba del té, ya frío, a la hierba y se levantó despacio-. Sí, desde luego que es una idea absurda que quieras jugar a ser yo, aunque solo sea porque yo tengo tras de mí veinte años de puñetazos y entrenamiento con hombres que se morirían de risa si se enterasen de que pretendes manejar un arma y un caballo. -Una mueca se dibujó en su boca-. Eres demasiado mayor para comenzar, demasiado débil para prosperar y demasiado poca cosa para aspirar a hacerte pasar alguna vez por mí, incluso montada a caballo y en la oscuridad. Te mueves mal. Tu voz es demasiado suave, y tus manos, demasiado pequeñas, y la víctima de un bandolero siempre le ve las manos. Prueba a quitarle a una dama el rubí del dedo con los guantes puestos.
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