– Creo que monsieur Leigh da más miedo que el lobo -le dijo con timidez. Luego volvió a animarse-. Maman dice que mi padre ha dejado para vos un mensaje muy importante. Enviará el bote cuando haya marea alta, así que debéis estar esperando en el Petit Plage con todas vuestras cosas. Está después del último dique. Yo os llevaré hasta allí.

– ¿Y cuándo sube la marea?

– Después de que oscurezca esta noche. Maman ha dicho que ella os dirá cuándo tenéis que iros. Dice que primero tenéis que comer. Vamos a tomar un bochepot de oreja de cerdo y añojo. Lo ha hecho para vos. Y ha preparado jamón y panecillos para que os los llevéis en el barco. ¿Creéis que al lobo le gustarán los panecillos?

– Creo que le gustarían mucho más las excepcionales salchichas de tu madre.

– Se lo diré -respondió el chico, antes de echar a correr hacia la granja.

– Seguro que te encuentras una libra de salchichas atadas con encaje de Brujas sobre la almohada -murmuró Leigh.

– ¿Estás celosa? -preguntó S.T. sonriendo-. Es una mujer muy atractiva, ¿no te parece?

– Lo único que me disgusta es que le esté poniendo los cuernos al pobre y confiado père mientras él está fuera de casa trabajando.

– En ese caso tal vez no debería ser tan confiado. Tal vez debería ir a casa más a menudo y sin apestar a pescado.

Leigh enarcó una de sus oscuras cejas.

– ¿No tienes ningún remordimiento?

– ¿Por qué, Sunshine? ¿Por besar la mano de una dulce femme en agradecimiento a lo bien que nos ha tratado? Te aseguro que eso es lo único que he hecho.

– Está medio enamorada de ti -afirmó Leigh al tiempo que daba una patada a una piedra embarrada del sendero-. Menos mal que está cambiando el viento. Apenas llevamos dos días aquí, y tiemblo solo de pensar que tuviéramos que quedarnos una semana.

S.T. se detuvo y la miró con una leve sonrisa dibujada en el rostro.

– No sabía que concedieses tanto poder de seducción a mi encanto personal.

– Eso está más que claro -alegó ella-. No has hecho más que romper corazones desde que salimos de la Provenza.

– Pero el tuyo sigue sin inmutarse, por lo visto, así que, ¿qué otra cosa puedo hacer sino tontear con alguna demoiselle de vez en cuando? Es algo totalmente inofensivo.

Leigh lo miró fijamente a los ojos.

– No creo que lo sea tanto cuando pasas toda la noche con ellas.

– Ah -exclamó S.T. adoptando una actitud más seria- ¿Y de verdad crees que puedes mostrarte remilgada conmigo en esta cuestión?

– Ya sabes cuál es mi postura al respecto -contestó ella con frialdad-. Puedes satisfacer tus necesidades conmigo, así que no veo por qué tienes que hacer que todas esas jóvenes se enamoren de ti, solo para demostrar que eres capaz de conseguirlo.

– No pretendo demostrar nada. ¿Desde cuándo es asunto tuyo dónde duerma yo o deje de dormir?

– Me siento responsable de ti.

S.T. la miró atónito e indignado.

– Le ruego que me perdone, mademoiselle, pero ya estoy crecidito, y no necesito que ninguna mocosa se haga cargo de mí.

– Ah, ¿no? ¿Y quién se va a hacer cargo de esa estúpida esposa cuando su marido la eche de casa por acostarse con otro hombre? Son una familia. Estás jugando con algo muy valioso, y ni siquiera eres discreto. Supongo que en una posada da igual; no te he dicho nada desde que salimos de Aubenas pero, en una casa particular como esta, te aseguro que resulta extraño que digas que vas a dar un paseo después de cenar y vuelvas al amanecer.

– Ah, ¿sí? ¿Y a quién le resulta tan extraño? ¿Al niño? Lleva ya rato dormido cuando salgo. ¿Al marido? Ni siquiera hemos visto aún al pescador en persona. Está demasiado ocupado con sus redes y olores para ocuparse de su pobre y abandonada mujer. A ti es a quien le resulta extraño. Conque una valiosa familia… -Lanzó una carcajada iracunda-. Aunque, claro, supongo que debería aceptar tu mayor experiencia en el tema, ya que yo no sé mucho de eso. Así, ¿cuál va a ser mi castigo? ¿Otras seis semanas de mal humor y malas caras? ¿Es eso a lo que tú llamas «satisfacer mis necesidades»? Dios mío, tanta felicidad me abruma.

Leigh apartó el rostro; sus mejillas se habían sonrojado levemente.

– Me da lástima esa mujer -dijo-. Sí, está sola y es débil. ¿Por qué tienes que aprovecharte de ella?

– Solo la he hecho reír, la he llamado guapa y le he besado la mano junto al fuego de la cocina. Eso es todo. En cuanto a todas esas horas disolutas después de medianoche, las paso con Nemo y no con alguna mujer ardiente, y te aseguro que lo lamento. Saco a pasear a Nemo y dejo que corra libremente cuando hay menos posibilidades de que algún fornido caballero del lugar le dispare para proteger a la población. No soporto que tenga que estar encerrado en esa maldita jaula, ¿lo entiendes? Dios, ¿de verdad creías que me pasaba el día durmiendo en la calesa porque había estado entregándome a todo tipo de perversiones cada noche? Si vas a dedicarte a espiarme, sería conveniente que lo hicieras mejor y te enteraras bien de las cosas antes de acusarme de algo.

Leigh permaneció inmóvil, mirándolo fijamente, mientras los intensos colores de su silueta se recortaban contra el sombrío cielo.

– Desde luego que me encantaría acostarme con ella -añadió S.T., furioso-. Tiene sangre caliente en las venas, cosa que no puede decirse de ti.

Leigh levantó los hombros y los echó hacia atrás muy rígida.

– ¿Eso te ofende? Pues me alegro -dijo S.T.

El rubor de las mejillas de Leigh estaba mucho más encendido.

– Te ruego que me perdones -dijo en voz muy baja y fría-. Estaba equivocada.

La agitada respiración de S.T. hizo que el frío aire se helara alrededor de su cara mientras la veía alejarse. Dobló el paquete de papel que llevaba en el bolsillo y lo estrujó. Cuando Leigh ya estaba casi en la entrada de la granja, la llamó, pero ella no se volvió. El perro que estaba encadenado comenzó a ladrar, pero Leigh tampoco le hizo caso. S.T. tomó aliento y corrió tras ella pero, cuando llegó al patio, ella ya había desaparecido en el interior de la casa. El niño salió corriendo y le suplicó que le dejase acariciar a Nemo y darle un poco de pescado ahumado.

S.T. miró por encima de él hacia la casa. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para relajar las manos. Era un bruto y un bastardo. Sabía de sobra qué era lo que había vuelto a Leigh tan fría, pero la forma en que ella lo trataba, con esas constantes pullas y desprecios pese a sus múltiples intentos por ganarse su admiración, era algo que no soportaba. Al cabo de unos instantes dio media vuelta y siguió al chico hacia el granero.

Capítulo 10

S'.T. creía que estaba preparado para cruzar el canal, pero no era así. Todas esas semanas previas dando botes mareado en la calesa, en la que al menos podía concentrarse en el inmóvil paisaje, no habían sido nada en comparación con el horror de la litera de un barco que se movía sin cesar en medio del mar picado. Mientras todavía podía pensar, deseó haberse tomado los polvos que había comprado al apothicaire farsante. Si hubiese muerto por ingerirlos, habría sido mucho mejor.

No podía ver. Si abría los ojos, su visión oscilaba y ampliaba cada bandazo del barco hasta que parecía tener todas las entrañas en la garganta. Estaba cogido con fuerza a la barandilla de madera que tenía a un lado de la litera. No dejaba de tragar aire, en un intento de llenar lo suficiente los pulmones para poder pensar. Era como si una enorme mano lo estuviese apaleando y apretando con una fuerza inconmensurable. Ya había arrojado lo poco que había comido incluso antes de dejar el pequeño bote y abordar el barco de los contrabandistas, y solo le quedaba en el interior una intensa sensación agónica que le oprimía el estómago, el pecho y la cabeza.

Oyó cómo se corría la cortina de la litera. Algo le tocó con delicadeza la mejilla y la sien; olió un dulce aroma que era de agradecer tras toda aquella pestilencia a humedad del barco. Volvió la cabeza e intentó hablar, pero solo pudo emitir un gruñido entrecortado.

– Respiras demasiado rápido -dijo Leigh, que se apoyó contra el mamparo y volvió a enjugarle el rostro con el agua de esencia-. Intenta calmarte.

S.T. le cogió la mano con tanta fuerza que le hizo daño, pero ella se mantuvo firme mientras él jadeaba. Estaba intentando obedecerla; expulsaba aire violentamente y se quedaba un momento quieto, pero entonces volvía a inhalar con frenesí.

– Más despacio -dijo ella con suavidad-. Aún más despacio.

– No puedo -consiguió decir S.T. mientras tragaba compulsivamente y volvía a respirar con violentos estertores.

Leigh no sabía qué más hacer por él. Ya había puesto en práctica todo lo que su madre le había enseñado. Un rato antes había intentado convencerlo para que tomase una infusión de raíz de helecho, que había preparado con gran dificultad en cubierta usando una cacerola llena de carbón, pero S.T. no había conseguido tragar ni el primer sorbo.

Se oyeron pisadas de botas en el corredor. El capitán de la pequeña nave contrabandista apareció detrás de Leigh y miró por encima de su hombro hacia la litera.

– Maldita sea -murmuró-. He visto a muchos ponerse malos, pero nunca había visto a nadie ponerse así. ¿Estáis seguro de que se trata tan solo de un mareo?

El Seigneur abrió los ojos. Parecía intentar concentrarse en un punto, pero su cabeza no dejaba de moverse con las sacudidas del barco y, en lugar de quedar fijos en Leigh o en el capitán, sus ojos giraban como si estuviese observando el vuelo en círculo de una mosca sobre sus cabezas. Ella le acarició la frente, que tenía empapada de sudor.

– No te esfuerces -susurró-. Cierra los ojos. No hace falta que digas nada.