– ¡Dios bendito! -exclamó-. Pero ¿es que…?
– ¡Sí, sí, ya voy! -dijo él interrumpiendo su protesta al tiempo que le lanzaba una mirada para que se callase-. Toma, coge la bolsa -añadió con intención de pasársela, pero en ese momento el barquero se apresuró a quitársela de las manos.
– Permitidme, señor. Tened cuidado, no metáis los pies en el barro. -Sacó la bolsa de la embarcación y, sin ninguna ceremonia, se la dio a Leigh-. Cogeos de mi brazo, señor, y tened cuidado al bajar. Ya está, sano y salvo. Muchas gracias, señor, muchas gracias.
No se le podía ver el rostro por las continuas reverencias que hacía. Nemo ya había echado a correr más allá de donde se encontraba Leigh hasta llegar al final de la cuerda. Al parecer, el Seigneur ya había previsto el tirón, pues tan solo abrió más las piernas para resistirlo antes de volverse hacia el barquero.
– Maitland -le dijo con una ligera inclinación de cabeza-. Me llamo S.T. Maitland.
– Muy bien, señor. Lo recordaré. Que Dios os bendiga, señor. Y os deseo toda la suerte del mundo con vuestro perro lobo.
S.T. cogió la bolsa de Leigh y se la echó al hombro junto con la silla de montar. El barquero los siguió durante un trecho mientras seguía deshaciéndose en reverencias.
– ¡Estás loco! -le espetó ella en cuanto el hombre no pudo oírlos-. ¡Le has dado una guinea y le has dicho tu nombre!
– No pasa nada porque le diga mi maldito nombre. ¿Has visto que saliera en alguna lista de hombres buscados?
Leigh apretó los dientes y lo miró fijamente.
– ¿Y por qué diantres le has tenido que dar una guinea, si casi no tenemos para comer?
– Puede que tengamos que pasar por aquí otra vez.
– Eso está muy bien, pero me gustaría saber cómo nos las vamos a apañar.
Él se limitó a mirarla con esa sonrisa suya tan pícara y cautivadora, y continuó andando. Leigh lo observó mientras avanzaba con absoluto donaire, sin tropezar, ni vacilar, ni echar mano rápidamente de algo para no perder el equilibrio cuando volvía la cabeza, Parecía más fuerte, más distante, como si se estuviera transformando ante sus ojos de una forma que escapaba a su comprensión.
Capítulo 11
A mitad de una antigua calle secundaria de la ciudad amurallada y adoquinada de Rye, el cartel de una sirena colgaba sobre la entrada de una posada que, construida casi totalmente de madera, parecía asfixiada por las enredaderas que subían por su fachada. Sin dudarlo ni un instante, o así se lo pareció a Leigh, el Seigneur subió los escalones y, agachando la cabeza, cruzó el portal de la venerable casa, ordenó a un asustadizo Nemo que se sentara, dejó caer la silla de montar y el equipaje en medio del vestíbulo y pidió a un camarero que pasaba que preguntara al posadero si su habitación de siempre estaba disponible. El hombre se detuvo, lo miró y, al momento, su rostro se iluminó al reconocerlo.
– ¡Señor Maitland! Cuánto tiempo sin gozar del honor de vuestra presencia, señor.
Apareció el dueño, y quedó claro al instante que en la Posada de la Sirena no tenían la menor objeción en dar alojamiento a huéspedes de dudosa reputación y a sus variopintos acompañantes. El señor Maitland recibió la calurosa bienvenida que suele dispensarse a un visitante conocido del que se guarda buen recuerdo. El posadero tan solo miró fugazmente a Leigh y a Nemo; no puso ninguna pega a la presencia del animal mientras los conducía por un desconcertante laberinto de pasillos hasta llegar a la habitación de la reina, una pequeña estancia presidida por una enorme y oscura cama con dosel.
La habitación olía a viejo y a cera, y había un poso de humedad en el ambiente que no resultaba desagradable. El fuego de la chimenea estaba encendido. La luz, teñida de verde por los cristales, que entraba por la ventana incidía en las planchas barnizadas y desiguales del viejo suelo. Nemo enseguida saltó a la cama y se tumbó en ella, pero el Seigneur le hizo una rápida señal con la mano y el animal bajó, haciendo un ruido metálico con las uñas al caer sobre la madera.
– Luego avisaré a las camareras -dijo el posadero con actitud benévola-, para que no crean que ha entrado un lobo.
El Seigneur lo miró por encima del hombro. La tenue luz del atardecer que entraba por la ventana enfatizaba la curva ascendente de sus cejas y, al envolverlo entre luces y sombras, le daba a los ojos de Leigh un aspecto muy maquiavélico, de príncipe renacentista o astuto asesino que estuviese estudiando a su víctima.
– Por eso lo compré precisamente, porque parecía un lobo -dijo S.T. apoyándose en la repisa de la ventana-, pero resulta que es un pedazo de pan. Y encima me costó mis buenos dineros. Yo quería criar al demonio y ya veis qué tengo. -Miró al lobo con afecto-. ¿Creéis que su descendencia heredará esos ojos amarillos?
El posadero meditó un instante.
– ¿Y qué os parecen esos sabuesos irlandeses tan altos y de piel gruesa? Podíais probar a cruzarlo con alguno.
– Buena idea. No os importará que se quede aquí dentro…
El posadero no pareció percatarse de la débil sonrisa de S.T.
– Por supuesto que no, señor. Ya sabéis que no nos importa tener perros en esta casa siempre que estén adiestrados. ¿Vuestro criado se quedará en el piso de abajo?
– ¿Mi criado? Ah, os referís a… -Una expresión compungida apareció en el rostro del Seigneur-. Maldita sea, ¿es que nadie se da cuenta? Es mi esposa, mi viejo amigo. Al fin han conseguido atraparme.
El posadero se quedó literalmente boquiabierto; miró a Leigh y se sonrojó. Esta lanzó una mirada a S.T. y se dejó caer en un sillón.
– Imbécil -dijo furiosa.
Él se apartó de la ventana y, con el sombrero a la espalda, bajó la vista en lo que era una perfecta imitación de compungimiento.
– Solo llevamos casados una semana -explicó, tras lo cual levantó la cabeza con una sonrisa-. Aún me llama «señor Maitland».
– ¡Sapo inmundo! -exclamó Leigh.
– Bueno, a veces también me llama sapo -añadió mientras se llevaba una mano al corazón-. Eres adorable, querida mía.
El posadero había comenzado a sonreír ante el espectáculo. El Seigneur le guiñó un ojo.
– Hicimos una apuesta -dijo-. Según mi esposa, era capaz de llegar hasta aquí desde Hastings sin que nadie la reconociera. -Hizo un gran aspaviento con el sombrero-. Estamos viajando a pie. Me apetecía contemplar las golondrinas.
– Un viaje a pie -repitió el posadero al tiempo que asentía mirando a Leigh-. Sois muy intrépida, señora.
– Ya lo creo que lo es -afirmó el Seigneur al tiempo que dejaba el sombrero sobre la cama-. Tendríais que verla manejando la espada.
– ¡Vaya! -exclamó, aunque esa noticia pareció sorprenderle menos que la de la boda-. Así que ambos tienen intereses comunes. Os ruego aceptéis mi más sincera enhorabuena, señor Maitland, y le deseo todo lo mejor a vuestra esposa. ¿Hay algo más en lo que pueda serviros?
– El vestido de mi señora está en esa bolsa. Lleváoslo y que lo planchen, si sois tan amable. Necesitamos un baño y cualquier cosa de comer. Y un poco de Armagnac, si es que los caballeros os trajeron algo que valiera la pena en su última incursión.
El posadero asintió con la cabeza y cogió la bolsa.
– ¿Vais a necesitar al botones, señor?
– Sí, decidle que venga. Mi levita necesita un buen cepillado. No, esperad, hay un buen sastre aquí cerca, ¿verdad? Llevadle esto a ver si tiene algo adecuado para la ciudad que sea de mi talla. En terciopelo o raso. -Se desabrochó la espada grande de la espalda y se quitó la levita beis-. Creo que mi esposa ya ha visto bastantes golondrinas de momento. Dejaremos que se pasee por Rye cogida de mi brazo.
El posadero también se hizo cargo de la levita y, tras inclinarse ante ellos, salió de la habitación. Leigh permaneció sentada mirando al Seigneur. Tenía una sensación desagradable en la garganta. No dejaba de pensar en la única guinea que les quedaba, y en lo que costaría todo lo que S.T. había encargado. Él se quitó el chaleco y, al retirarlo de sus anchos hombros, un pequeño paquete cayó del bolsillo interior. Sonrió mientras lo recogía.
– Es la primera vez que tengo esposa -dijo.
– No la tienes -afirmó Leigh con voz tajante.
En la habitación en sombras, la luz del atardecer parecía concentrarse alrededor de él haciendo que su pelo y sus pestañas refulgieran. Rompió el cordel del paquete y, tras abrirlo, lo ofreció a Leigh y dijo con expresión muy seria:
– De todas formas, ¿me harás el honor de ponerte esto?
Ella bajó la cabeza y contempló el delicado colgante de plata que brillaba en su mano.
– ¿Qué es eso? -preguntó.
Él la miró a los ojos.
– Algo que quiero darte desde hace tiempo.
Leigh frunció el ceño y apretó los puños.
– ¿Es tuyo?
– No lo robé, si es a lo que te refieres.
La joven observó el colgante. Era bonito, refinado y femenino, del estilo del que le podría haber regalado su padre. Un extraño ardor comenzó a hervirle en el pecho e hizo que respirase con dificultad.
– Lo compré para ti en Dunquerque -explicó S.T. en voz baja.
– ¡En Dunquerque! -exclamó ella, que aprovechó ese dato para apartarle la mano de un empujón-. ¡Hay que ser un idiota romántico para hacer una tontería así! ¿Cuánto te costó? -preguntó mientras se levantaba de un respingo de la silla.
Él dio un paso atrás con una expresión en el rostro que hizo que Leigh apartase la mirada mientras le temblaba el labio inferior, pues no era capaz de resistirla.
– Eso da igual -dijo S.T. moviéndose por la habitación.
Ella se volvió en su dirección.
– ¡Solo tenemos una guinea! -exclamó-. Una única guinea, y tú te dedicas a comprar un absurdo collar que debe de valer tres libras como mínimo.
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