Se detuvo varias veces ladeando la cabeza para escuchar lo mejor posible pero, mucho antes de que él mismo percibiese nada, el caballo levantó la cabeza en señal de alerta. Aunque no podía verlas, sabía que el animal tenía las orejas empinadas en la dirección en que se encontraban los otros. Dejó que su montura avanzara despacio hasta que, finalmente, oyó voces enfurecidas y un portazo de la puerta del carruaje.
Consciente de sus limitaciones, pensó que el vehículo debía de estar bastante cerca, pese a que su deficiente sentido auditivo parecía indicarle que se encontraban a gran distancia. Levantó un puño y se mordió el guante con una sonrisa. Se salió del camino y, cuando oyó claramente el grito del cochero a los caballos y el traqueteo de las ruedas, siguió a sus conmocionadas víctimas a una distancia prudencial hacia las murallas de Rye, encantado con la gran farsa que todo aquello suponía.
Cuando estuvo lo bastante cerca para ver algunas luces encendidas en las casas de las afueras de la vieja muralla, S.T. cogió un camino lateral que lo condujo a la puerta por la que Leigh y él habían entrado en la ciudad esa mañana. El carro de cervecero que recordaba haber visto seguía allí, cargado de barriles vacíos. Paró el caballo y se inclinó para ir abriéndolos hasta que encontró uno en el que quedaba un poso dentro. Tras untarse el lazo del cuello del inconfundible aroma a cerveza rancia, se inclinó torpemente sobre la crin del caballo y comenzó a cantar una canción de borracho. Cuando llegó al establo de la posada, parecía tan ebrio que se le escaparon los estribos al intentar desmontar y, para evitar caerse, se cogió del cuello del paciente caballo hasta que sus pies resbalaron y aterrizó en el suelo junto a los pies de un mozo de cuadra. Nemo gimió y le lamió la cara.
– Vaya -farfulló mientras levantaba la cabeza para mirar al mozo-. He perdido las riendas. Dámelas, ¿quieres?
– Sí, señor -contestó el mozo-, pero me temo que este no es vuestro caballo, señor.
S.T. se giró sobre un codo y apartó a Nemo.
– Pues claro que lo es. Acabo de bajar de él -dijo con una voz que apenas podía entenderse.
– No, es del señor Piper, caballero.
– ¿Piper? -repitió S.T. al tiempo que dejaba caer la cabeza sobre el pavimento-. No conozco a ese tipo.
– Pues vos cogisteis su caballo, señor.
– Escucha -dijo S.T.-. Escucha, ¿tienes algo de beber? -Lanzó un profundo suspiro-. Mi mujer no me quiere.
El mozo sonrió.
– Sí, señor Maitland. Dentro hay ponche, cerveza y todo lo que queráis.
S.T. levantó un brazo.
– Muy bonito… eso de que la maldita mujer de uno… no lo quiera. Muy bonito, sí señor. Me llama sapo inmundo… la muy zorra -masculló mientras agitaba lentamente la mano en el aire con la mirada puesta en ella.
– Sí, señor Maitland. Mirad, os vamos a llevar dentro -dijo el mozo de cuadra cogiéndolo del brazo al tiempo que un compañero suyo se encargaba del otro. Juntos lo pusieron en pie. S.T. se dejó caer con fuerza sobre el hombro del que tenía más próximo y apoyó la cara en su cuello mientras buscaba su bolsa a tientas.
– Cepilladlo bien, ¿me oís? Es un buen caballo. Y dadle una ración adicional de avena. Toma, para ti, amigo mío -dijo poniendo la bolsa entera en la mano del mozo-. Coge lo que quieras.
– Sí, señor, pero el caballo no es vuestro.
S.T. levantó la cabeza.
– Sí que lo es.
– No, señor, no lo es.
Miró con ojos turbios al animal.
– Sí que lo es. Y es el mejor caballo que he tenido.
– No es vuestro, señor Maitland.
S.T. se separó del mozo de un empujón y se volvió para mirarlo a la cara mientras apoyaba ambas manos sobre sus hombros.
– ¿Y cómo sabes tú… que no es mi caballo, eh? -preguntó con mucho énfasis.
– Porque vos no tenéis caballo, señor.
S.T. meditó esas palabras durante unos instantes y volvió a mirar fijamente al mozo mientras se balanceaba.
– Pero yo lo estaba montando, ¿no?
– Sí, claro que lo estabais montando, pero porque lo cogisteis sin pedir permiso, y nos habéis puesto a todos en un buen aprieto. Salisteis cabalgando a toda prisa en la oscuridad con el caballo del señor Piper y ni siquiera sabíamos en qué dirección seguiros.
– ¿Sí? -preguntó S.T., sorprendido. Luego, víctima de un acceso de hipo, frunció el ceño y cerró los ojos-. Debía de estar… -Perdió el equilibrio y se cogió al mozo-. Debía de estar borracho -farfulló en la oreja del joven antes de desplomarse en el suelo.
Leigh se puso en pie de un respingo cuando aporrearon la puerta con fuerza. Había estado escuchando la conmoción procedente del pasillo a la espera de que terminase. Tras una larga tarde en la que había intentado calmar por todos los medios al desventurado señor Piper, prometiéndole que su caballo le sería devuelto a la vez que asentía a cada maldición que él profería, Leigh abrió la puerta con considerable inquietud.
Lo que vio ante sí no contribuyó a calmarla. Detrás del posadero, que llevaba en el brazo un sombrero y una capa mojada, dos mozos de cuadra resoplaban por el esfuerzo de acarrear al Seigneur. El que iba delante, que le sujetaba las piernas, las dejó caer sobre el suelo, mientras que el otro intentó ponerlo en pie cogiéndolo de las axilas, pero entonces S.T. murmuró algo ininteligible y se derrumbó en el pasillo. Leigh cerró los ojos; percibía el olor a alcohol incluso desde la habitación.
– Por el amor de Dios, lo que tiene una que ver -exclamó irritada al tiempo que se apartaba a un lado-. Entradlo.
Los mozos lo cogieron de nuevo y avanzaron a trompicones hasta la cama mientras su carga se balanceaba entre ambos. Nemo los adelantó y se subió al lecho. Dejaron a S.T. junto al lobo y, a continuación, el más joven de los dos le puso la bolsa del dinero sobre el pecho.
– Ha dicho que cogiéramos lo que quisiéramos, señora, pero puede que mañana no piense lo mismo.
El Seigneur estiró un brazo y lo dejó caer a un lado de la cama.
– Dales… -murmuró levantando de nuevo el brazo para intentar trastear con la mano enguantada en el monedero. Esparció billetes del banco de Rye sobre su elegante levita de terciopelo y agarró un grueso fajo-. Es muy… buen tipo -añadió mientras sostenía los billetes en dirección a Leigh-. Dales mucho… señora.
Ella le arrebató el dinero de entre los dedos.
– Dios mío, ¿de dónde ha salido todo esto?
El posadero sonrió a Leigh con amabilidad mientras colgaba el sombrero y la capa en el armario.
– Yo le adelanté algo esta tarde hasta que pudiera pasar por el banco. Está todo en orden, señora Maitland. ¿Quiere que envíe a alguien para que lo meta en la cama?
– No -contestó ella mirando en la bolsa-. Por mí que duerma con las botas puestas si quiere.
– Quince libras -farfulló el Seigneur-. Dale… quince libras. Es un buen tipo. -Abrió los ojos y añadió-: Le robé el caballo.
Leigh resopló con furia.
– ¡Asno idiota! -exclamó.
Él comenzó a agitarse con una risita floja.
– Dales quince libras…, señora -repitió.
Leigh puso media corona en la mano de uno de los mozos. S.T. se volvió a un lado todavía riendo. Tras balancearse un momento en el borde de la cama, cayó al suelo con estrépito. Quedó tumbado en el suelo mientras miraba con expresión confusa a Leigh.
– Dales quince…, zorra estúpida.
– Por supuesto que sí, borracho. -Se volvió hacia el primer mozo y contó la considerable cantidad de quince libras en voz alta-. Tomad, os lo repartís y ya podéis retiraros de trabajar -dijo a la vez que miraba por encima del hombro a S.T.-. Ya está, ¿contento?
Pero él no respondió. Tenía los ojos cerrados y roncaba levemente mientras movía una mano. Leigh miró al posadero.
– Podéis retiraros -le dijo con actitud muy encorsetada.
– Por supuesto, señora -replicó él mientras, sin sonreír, le hacía una reverencia; luego, se volvió y salió de la estancia con los mozos. Leigh oyó cómo gritaban de alegría cuando aún estaban a mitad de la escalera. Ella se llevó las manos a la cara y miró al techo.
– ¡Dios, cómo te odio! -exclamó-. ¿Por qué has tenido que volver, bestia inmunda?
– Para terminar lo que tú empezaste -le contestó una voz perfectamente lúcida y despejada.
Leigh dio un paso atrás, apartó las manos de la cara y lo miró atónita. Él se incorporó sobre un codo y se llevó un dedo a los labios.
– No grites, por favor -murmuró.
Aquello era casi tan desconcertante como ver a un muerto recobrar la vida y comenzar a hablar. Leigh se quedó inmóvil con una mano en el pecho mientras su corazón latía agitado. S.T. se levantó con total normalidad e hizo una señal a Nemo para que bajara de la cama.
– ¿Qué es lo que tramas? -susurró ella.
El Seigneur se quitó el lazo del cuello, lo olió e hizo una mueca de desagrado.
– ¡Jesús! Huelo como la alfombra del salón de la casa de citas de la comadre Minerva -dijo.
– Por el amor de Dios, ¿dónde has estado? ¿Qué significa todo esto?
S.T. tiró la maloliente prenda al suelo y estiró el brazo para coger a Leigh del codo con una de sus manos enguantadas. La acercó a él y le habló al oído.
– Es un regalo, ma petite chérie -dijo en voz baja y en tono burlón. Giró una mano, metió los dedos de la otra dentro del guante y sacó el collar de diamantes, que brilló con intensidad a la luz de las velas-. No te gustó el precio del anterior, así que te he traído otro cuyo valor sea más de tu agrado.
La espléndida joya se balanceó en su mano, irradiando prismas de luz. Leigh cerró los ojos.
– Santo cielo -murmuró.
– ¿Qué me dices, querida mía? -preguntó él acariciándole el cuello con el aliento-. ¿Te he complacido al fin? Según me han dicho, el collar era regalo de un enamorado, y le ha costado muchas lágrimas a una dama. -Levantó la mano y le pasó un dedo por debajo de un ojo, como si fuera a limpiarle una-. ¿Llorarás tú por mí?
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