– ¡Malditos seáis los dos! -exclamó levantándose de la cama.


Eran casi las siete cuando sonó la inevitable llamada a la puerta. El Seigneur se giró en la cama y se tapó la cabeza con una almohada.

Leigh respiró hondo. Ya hacía horas que se había vestido y había desayunado, mientras que él seguía en la cama dormitando como si no hubiera el menor problema. Mientras su corazón latía a gran velocidad, la joven se atusó el vestido, se volvió hacia el espejo del tocador v apoyó un codo sobre él para adoptar una pose despreocupada.

– Pase -dijo en voz alta.

Era el posadero, seguido por el señor Piper.

– Perdonad que os moleste, señora -dijo el primero-, pero…

Un gruñido procedente de la cama lo interrumpió. Todos miraron al bulto de debajo de las sábanas; solo podían ver una amplia espalda, una mano relajada y una maraña de pelo castaño y dorado. La mano del Seigneur se movió para levantar un poco la almohada y volvió a gruñir.

– Disculpad la intromisión, señor, pero…

– Cerveza -masculló el otro desde la cama en tono sepulcral-. Os lo suplico.

– Y ponedle un poco de arsénico -propuso Leigh mientras sonreía con dulzura al posadero. En ese momento miró detrás de él-. ¡Mi querido señor Piper! -dijo levantándose-. Supongo que querréis hablar con mi esposo, pero me temo que aún no se ha levantado. No sabéis cuánto lo siento; no podéis imaginar lo mucho que me hace padecer este hombre.

El señor Piper, un caballero pequeño y orondo con una voz que se asemejaba mucho a la de una rana, inclinó la cabeza.

– Lo siento mucho por vos, señora -dijo con su chirriante tono-, pero creo que se me debe alguna compensación. He de insistir en recibir alguna indemnización, y más ahora que están diciendo que fue mi caballo el que…

– Cerveza -volvió a repetir S.T. desde la cama-. Dios bendito, ¿quién demonios está croando?

– Es el pobre señor Piper, mi querido asno. El hombre a quien robaste el caballo.

– Sí, y casi desfonda a la pobre criatura -añadió este en voz más alta e indignada-. No se ha torcido un tendón por la gracia de Dios. Por si acaso le he dicho al mozo que le pusiera una cataplasma y que lo sacara a caminar despacio durante una hora. Me dicen que está bien, pero parece que tiene algo de debilidad en el corvejón izquierdo.

El Seigneur volvió a gruñir y miró a su acusador desde debajo de la almohada.

– Vaya parlanchín -murmuró cubriéndose de nuevo-. Idos antes de que acabéis conmigo, os lo ruego.

– No pienso irme, señor. Llevo esperando desde las cinco para hablar con vos. Tengo otras muchas cosas que hacer, y encima el agente judicial quiere incautarse de mi caballo -dijo el señor Piper, cada vez más alterado-. Me han interrogado esta mañana como si fuera un vulgar criminal, y eso no me ha gustado nada, señor, absolutamente nada.

– Vaya por Dios, pues claro que no puede haberos gustado -dijo Leigh en el mismo tono conciliador que había empleado la noche anterior con él-. ¿Y quién ha cometido semejante insolencia?

– ¡El agente, señora! Asaltaron un carruaje en la carretera de Romney anoche, y el ladrón montaba un caballo con marcas blancas en cada pata, así que no se les ha ocurrido otra cosa que enviar al alguacil a buscar cualquier jamelgo con marcas blancas que hubiera en la localidad e interrogar al dueño. Como si un honrado hombre de negocios se dedicara a asaltar carruajes después de un agotador día de trabajo. También quieren hablar con vuestro esposo, señora -añadió inclinándose de nuevo ante Leigh-, ya que les he informado de que se llevó mi caballo, lo cual es la pura verdad. Espero por vuestro bien, señora, que les pueda explicar dónde estuvo.

A Leigh le latía tan rápido el corazón que estaba segura de que le temblaría la voz pero, antes de que pudiese decir nada, el Seigneur se incorporó con esfuerzo de la cama y se sentó mientras contemplaba al señor Piper con expresión de profunda repugnancia. Se pasó la mano por la cara y mientras se retiraba el pelo dijo:

– ¿Cuánto he de pagar para que salgáis de esta habitación?

– Treinta guineas -se apresuró a contestar el señor Piper.

El Seigneur repitió con un murmullo la cantidad mientras sacaba los pies de la cama y los apoyaba en el suelo; se cubrió el regazo con la sábana, puso los codos sobre las rodillas y se tapó la cara con las manos. El gruñido de mareo que soltó a continuación consiguió que hasta la propia Leigh se intranquilizara.

– Eso es lo que vale mi caballo -afirmó el señor Piper con rotundidad-, y encima me están amenazando con incautarlo.

– Ni siquiera me acuerdo… de vuestro maldito caballo -masculló el Seigneur llevándose una mano al abdomen-. Demonios, qué mal me encuentro.

– Tengo testigos, señor, que están dispuestos a hablar. Insisto en recibir una compensación. No deseo presentar cargos, pero…

– Coged el dinero -lo interrumpió S.T.-. Cogedlo y dejadme en paz -añadió al tiempo que respiraba hondo y le hacía débiles gestos con una mano.

A continuación miró a Leigh con una expresión de desconsuelo e indefensión que resultaba indignante por lo creíble que era. Menudo farsante estaba hecho. Hasta ella casi se había creído esa resaca fingida. Mientras S.T. seguía sentado en la cama encorvado, Leigh buscó en la bolsa de él con dedos temblorosos y, junto al collar de diamantes que podía incriminarlo, encontró billetes por la cantidad de treinta y una libras. Contó concienzudamente monedas por valor de cuatro coronas de plata y dio todo el dinero al señor Pipen.

– Y podéis quedaros con vuestro maldito jamelgo -murmuró el Seigneur-. No quiero esa bestia inmunda.

– Lamento mucho todas las molestias, señor Piper -dijo Leigh en tono muy serio-. ¿De verdad se han llevado el caballo?

– Aún no, señora -contestó mientras se guardaba el dinero en la levita-. Supongo que querrán hablar con él primero -dijo lanzando una mirada altiva al Seigneur-. Os aconsejo que hagáis todo lo posible para devolverlo a un estado normal, señora, y espero que no haya estado haciendo tonterías por ahí con los caballos de caballeros honrados.

S.T. se inclinó hacia delante con aspecto de tener náuseas. De forma instintiva Leigh se aproximó a él, y los dos hombres, también por instinto, se acercaron a la puerta para marcharse.

– Voy a decir que suban algún tónico -dijo el posadero, con prisa por salir de la estancia-. Acompañadme, señor, si ya no tenéis nada más que hacer aquí.

– Traed al hombre de la barcaza -murmuró el Seigneur sin apenas levantar la cabeza-. Ahora recuerdo que anoche… pasé un rato entretenido con él.

– Muy bien, señor Maitland. Voy a mandar que lo traigan para que testifique a vuestro favor ante el agente, si es que eso llegara a ser necesario.

La puerta se cerró tras los dos hombres. Leigh, a quien le temblaban las piernas, se quedó inmóvil cogida a una columna del dosel. S.T., por su parte, volvió a tumbarse en la cama con las manos detrás de la cabeza y una sonrisa inmoral en el rostro.

– Qué aburrido tener que tragarme ahora un tónico, cuando preferiría tomarme una salchicha de cerdo -murmuró-. No se te habrá ocurrido dejarme alguna, ¿verdad?

Leigh respiró hondo.

– ¿Estuviste bebiendo con el de la barcaza?

– Lamentablemente no. Me pasé toda la noche recorriendo los caminos montado en un caballo con marcas blancas en las patas. Un inconveniente muy desafortunado, lo de las marcas. Esperemos que mi generosidad con el barquero no haya caído en saco roto.

Leigh inclinó la cabeza.

– ¿Y en caso contrario?

– En caso contrario, me ahorcarán, Sunshine.

Esta se llevó una mano a las sienes.

– Pero no te preocupes -dijo él sin mostrar la menor señal de preocupación-. Afirmaré que eres inocente hasta mi último aliento.

Leigh se apartó de la cama y fue hacia la ventana.

– Me cuesta tomarlo todo tan a la ligera -dijo.

Se hizo un momento de silencio, durante el cual ella observó el patio de los establos hasta que oyó crujir la cama a sus espaldas.

– No te levantes -se apresuró a decir-. Pronto llegará alguien a traer el tónico.

– Pues así verán que he conseguido levantarme, chérie. Adopta un aire más indiferente, te lo ruego. Estás haciendo que me ponga nervioso.

Leigh cerró los ojos y apoyó las manos en la repisa mientras lo oía moverse por la habitación y vestirse. No dejaba de darle vueltas en la cabeza al desastre que se avecinaba. ¿Entrarían por la fuerza y lo apresarían, o mostrarían buenas formas y comenzarían a hacerle preguntas taimadas hasta cogerlo en un renuncio? Se lo imaginó con los grilletes puestos y sintió el absurdo impulso de arrojar el collar por la ventana lo más lejos que pudiese.

Él con grilletes sería como el lobo con la correa, algo que no debía ser. En esos momentos S.T. se acercó a Leigh por detrás, pero ella, volviéndose rápidamente, le apartó las manos.

– ¡Ni se te ocurra tocarme! Y menos aún decir que lo hiciste por mí.

Él hincó una rodilla e hizo una galante floritura con el brazo.

– ¿Y qué otra cosa podría decir, amor mío?

– Es que no entiendo por qué tuviste que hacerlo -dijo Leigh en voz baja mientras contemplaba aquella camisa que ya le era tan familiar, así como ese pelo dorado recogido con la cinta negra de raso-. No había razón alguna.

Él levantó la cabeza y la miró con una débil sonrisa.

– No pude contenerme -alegó.

– Tonterías -replicó Leigh, indignada-. No seas ridículo.

La leve sonrisa persuasiva desapareció del rostro de S.T. En esos momentos llamaron a la puerta y, tras incorporarse, se dejó caer con aspecto contrito junto a una columna de la cama. En cuanto la doncella dejó el tónico, hizo una reverencia y se fue. El supuesto enfermo abrió la ventana, comprobó que no había nadie en el patio de abajo y vertió el reconstituyente por el canalón que había bajo el alféizar.