– Venganza -repitió con la mandíbula apretada-. Así se llamará si me lo das.
– Muy bien -dijo él en voz baja, enfadado-. Es igual que eso de que siempre me llames «Seigneur». Soy una persona, Leigh, tengo nombre. Esto es un caballo, un animal que está vivito y coleando; no es una maldita misión.
La joven se retiró el pelo húmedo del rostro.
– Ni siquiera sé tu nombre. Solo tienes unas iníciales.
– Nunca me lo has preguntado. -Se volvió para encargarse de la cincha del caballo negro-. ¿Y por qué razón ibas a hacerlo? Eso me convertiría en alguien real, ¿a que sí? En algo más que un instrumento que te ayude a conseguir lo que quieres.
Leigh sintió que la angustia le oprimía la garganta, de aquella manera desesperada y dolorosa que le impedía usar la inteligencia. Con voz cáustica, dijo:
– Entonces dime tu nombre.
Él le dirigió una mirada severa. La joven bajó la cabeza y fijó la vista en la lámpara que arrojaba luz sobre los húmedos adoquines y los cascos de los caballos.
Oyó el ruido de la cincha cuando él retiró la silla del lomo del caballo. Se sentía herida en su fuero interno, incapaz de levantar los ojos y mirarle directamente a la cara, de ver su cabello coronado por la luz dorada de la lámpara y las gotas de lluvia.
– Sófocles -dijo él en tono bajo y voz áspera-. Sófocles Trafalgar Maitland.
Se detuvo, como si esperase que ella dijese algo. La joven no parecía capaz de alzar la cabeza. Él se llevó la silla de allí, y después regresó.
– Es normal que te sorprendas -dijo, y soltó una risilla extraña, carente de humor-. Es el nombre más tonto del mundo. Hasta ahora nunca se lo había dicho a nadie voluntariamente.
Leigh vio la mano de él sobre las riendas y el cuero que se deslizaba entre sus dedos.
El hombre se volvió hacia el caballo.
– Engendrado en un barco junto al cabo de Trafalgar. -Desató la correa que sostenía la silla lateral-. Eso cuenta la historia. Mi madre aseguraba que su amante era un contraalmirante del escuadrón blanco. -De un tirón soltó las cinchas de cuero-. Uno podría preguntarse cómo se las había ingeniado para encontrarse a bordo de un buque insignia de la Armada, pero ¿quién sabe? Puede que sea cierto.
Retiró la silla del lomo del animal y se detuvo junto a Leigh, con el objeto apoyado en la cadera.
– Utilizo las iníciales. S.T. Maitland. Y no se te ocurra contarle a nadie el resto, ¿entendido?
Ella lo miró.
La verdad le llegó con una claridad meridiana y espantosa.
«Amo a este hombre. Lo amo, lo odio… ay, Dios.»
Quiso llorar y reír al mismo tiempo. En lugar de hacerlo, mantuvo la mirada impávida.
– ¿Por qué iba a contarlo? -preguntó y jugueteó con la correa del rocín rebelde-. ¿Dónde pongo a Venganza?
Él movió los ojos de ella al caballo, y a continuación le arrebató la correa de la mano.
– Ya lo llevo yo -dijo-. Y su nombre es Mistral.
Capítulo 15
Tres semanas después y a trescientas millas de distancia, S.T. no dejaba de pensar unas cincuenta veces al día en las palabras de la joven.
«Me importunas. Me incomodas. No eres más que un fraude.»
Con Nemo corriendo a su lado, cabalgó a lomos de Mistral desde el alba al crepúsculo, y cada tres horas daba una lección al caballo negro al que había puesto por nombre Siroco. En la carretera les enseñó a ambos caballos a responder a una señal de su mano, a detenerse con riendas y sin ellas, a ir hacia atrás, a trotar y galopar sobre la S romana. Por la mañana, antes de iniciar cada trayecto, trabajaba durante tres horas solo con Mistral.
No perdió en ningún momento el equilibrio. Al principio pensaba en ello y se quedaba inmóvil al despertar, temeroso de mover la cabeza. Cuando el milagro continuó, empezó a resultarle cada vez más difícil recordar su estado anterior. Le sorprendía darse cuenta en medio de una sesión de entrenamiento de que había realizado una maniobra rápida y fluida sin pensar en las consecuencias.
Cuando en alguna ocasión lo recordaba, sacudía la cabeza con fuerza y trataba de provocarse el mareo como medida preventiva, tal como su humilde médico le había recomendado. Pero aquel desequilibrio renovado era tan desagradable, y la sensación de estabilidad le resultaba tan natural que se dio cuenta de que tomaba aquellas medidas cada vez con menos frecuencia y más espaciadamente.
Había recuperado el equilibrio. Ya no lo perdería otra vez; era imposible que volviese a hacerlo. Concentró la mente en la tarea que tenía entre manos.
Los maestros de equitación de S.T. habían sido italianos, franceses y españoles, pero todos ellos compartían el mismo principio: se necesitan muchos caballos para formar a un jinete, pero solo es necesario un jinete para formar a un caballo. A lo largo de su vida había montado a cientos de animales, pero desde Charon no había encontrado otro corcel con el equilibrio natural y la inteligencia de aquel endiablado rocín. Era un placer, una verdadera pasión, doblegar a Mistral hasta lograr que ejecutase el terre-à-terre con las figuras del ocho cada vez más pequeñas, empezar la courbette y enseñarle a levantar las patas delanteras a la vez, limpiamente, y después instruirlo en la ruade y pedirle que coceara en el aire con las patas traseras con un golpe del bastoncillo bajo su vientre. Mistral tenía un talento especial para esa figura, ya que en su malhadada carrera había derribado más de un establo a patadas.
El negro Siroco era un animal honrado y flemático, al que costaba más trabajo mover que controlar, pero Mistral no tenía paciencia con los torpes. Su sensibilidad y exuberancia requerían la guía de unas manos lentas pero decididas, y que mostraran una infinita paciencia. Sin embargo, tan pronto Mistral comprendía una de las lecciones, era capaz de ponerla en práctica al instante. La principal preocupación de S.T. era frenar su impulso de hacer avanzar al caballo con excesiva rapidez. A veces, en lugar de dedicarse a la doma seria, dedicaba las horas de la mañana al juego, y le enseñaba al rocín rebelde los mismos trucos que a la yegua ciega francesa, o se limitaba a permanecer a su lado y rascarle la cruz mientras el caballo comía el heno de invierno.
Era en esos momentos de tranquilidad cuando recordaba una y otra vez las palabras que Leigh había pronunciado.
«Me importunas. Me incomodas. No eres más que un fraude.»
La había dejado abandonada en Rye y había vuelto solo. Era como una misión: matar al dragón y llevarse a la dama como recompensa.
Maldita sea, él se encargaría de hacerle un manto con la piel del dragón, de alimentarla con sopa de dragón, de construirle un castillo con los huesos del dragón.
Y que después siguiese pensando que era un fraude.
El reverendo Jamie Chilton podía llamarlo su Santuario Divino, pero desde hacía ya algunos siglos al lugar se lo conocía por el nombre de Felchester. En principio había sido un acuartelamiento romano en la calzada de los Peninos, desde el que casi se divisaba la muralla pagana de Adriano, pero más adelante se convirtió en plaza fuerte durante el mandato danés. Los normandos no lo consideraron un lugar apropiado para construir un castillo, pero el mercado semanal y el vado del río lo mantuvieron vivo hasta entrado el siglo XV, tiempo suficiente para tener un golpe de suerte poco habitual: un nativo del lugar que había emigrado a Londres y regresó rico a su tierra. Ese orgulloso ciudadano había hecho construir un puente de piedra sobre el río, con lo que la existencia de Felchester como ciudad quedó asegurada.
S.T. sabía todo aquello gracias a Leigh. Lo que no había esperado era el encanto de aquel lugar, enclavado como estaba al pie de un páramo enorme y sombrío, situado entre los cerros y el río. Las vulgares casas de pizarra características del norte aparecían suavizadas; algunas de ellas estaban enyesadas y encaladas, sus imponentes siluetas oscurecidas por un exuberante entramado de árboles frutales desnudos y los invernales restos rojizos de las trepadoras. En aquel día claro de finales de enero, grandes zonas soleadas se extendían por la ancha calle principal y daban calidez a aquel valle resguardado.
S.T. se sintió muy visible con su sombrero puntiagudo y la capa de lana gruesa color brandy. Según parecía, los visitantes que acudían a aquel pueblo modelo del reverendo Jamie Chilton vestían atuendos eclesiásticos y portaban libros de himnos en lugar de espadas.
– Yo lo intento con tanto, tanto esfuerzo… -decía el señor Chilton en ese momento. Tras una hora de entusiasta exposición, su cabello pelirrojo salía disparado en todas direcciones sobre la cabeza, cubierta por una capa tan gruesa de polvos que el color natural del cabello se había convertido en un extraño tono albaricoque pálido-. Caballeros, soy muy sincero con vosotros. No podemos esperar el paraíso en la tierra. Pero, ahora, quiero que echéis una ojeada a nuestra humilde morada. Sed bienvenidos y quedaos con nosotros esta noche si así lo deseáis, cualquiera de nuestros miembros puede dirigiros al dormitorio de invitados.
Los clérigos visitantes presentes en la estancia sonrieron e hicieron gestos de asentimiento. Chilton dirigió una sonrisa particularmente acogedora a S.T. y le ofreció la mano. Su rostro pecoso hacía que pareciese joven y anciano a la vez. Durante un instante miró sin pestañear directamente a los ojos de S.T.
– Me alegra mucho que hayáis venido -dijo-. ¿Estáis interesado en la filantropía, señor?
– Solo siento curiosidad -respondió S.T., que no tenía ganas de que lo obligasen a hacer entrega de una donación-. ¿Hay un establo en el que pueda alojar a mi caballo?
Era el único que había llegado con su montura. El resto lo había hecho en el sencillo carromato del santuario, que los había recogido frente a la iglesia de Hexham, a catorce millas de distancia.
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