– Por supuesto, podéis llevarlo a las caballerizas, pero me temo que tendréis que ser vos quien se encargue de él. Como os he dicho, esa es la regla aquí, caballeros, la responsabilidad. Cada uno tiene que valerse por sí mismo. Aunque, como veréis, todo el mundo es de lo más complaciente y servicial si se los necesita. -E indicó con un gesto la espada de S.T.-. Os pido que dejéis eso también en el establo, querido señor. Aquí, en nuestras calles, no hay necesidad de esas cosas. Ahora, tengo que abandonaros a vuestra suerte y atender los preparativos para mi servicio del mediodía. Venid a la casa parroquial dentro de una hora a tomar una taza de té. Espero que después asistáis a los oficios en nuestra compañía, y que continuemos nuestra charla.

Cuando el grupo se dispersó, S.T. agarró las riendas de Siroco y condujo al paciente caballo negro calle mayor abajo en la dirección que Chilton le había indicado. Al pasar a su lado, devolvió la inclinación de cabeza y la sonrisa a una joven pastora. Su rebaño de tres ovejas blancas daba un aire pastoral a la escena, como si fuese sacada de un dibujo sentimental. Una pareja de niñas, con gorros y capas iguales a los de sus mayores, intercambiaron risillas mientras llevaban un cubo de leche entre las dos.

Las féminas del Santuario Celestial, por lo que él había podido ver, se entregaban a sus tareas con buen ánimo. A través de una puerta abierta al otro lado de la calle oyó que alguien cantaba.

En el establo todavía se sentía el frío de la noche, vacío como estaba de hombres y bestias, aunque escrupulosamente limpio. Introdujo a Siroco en el primer cubículo, levantó heno con la horquilla y sacó agua con la bomba. El caballo metió el hocico en el comedero, y se limitó a mover una oreja hacia atrás cuando S.T. colgó la silla. Tras un momento de indecisión, decidió que no tenía ninguna obligación de obedecer a Chilton, y salió con la espada todavía puesta.

Se quedó en la puerta de las caballerizas, y pensó en la mejor forma de reconocer el terreno. Quería terminar con aquello cuanto antes, pero hasta ahora nada era como él había imaginado. Nadie en aquel lugar parecía oprimido; allí no se apreciaba maldad alguna en el ambiente… y Chilton, bueno Chilton no parecía más que un embaucador y un cruzado de la fe de lo más aburrido, a juzgar por el largo discurso sobre moral y métodos con los que les había dado la bienvenida aquella mañana a todos ellos.

Podía resultar un tanto difícil asesinar al sujeto, aunque S.T. tenía razones para sospechar que se alegraría de hacerlo tras soportar un servicio del Santuario Celestial y una tarde entera de aquella filosofía de andar por casa de Chilton.

S.T. trató de conjurar la imagen de Leigh; su rostro tenso, el cuerpo tembloroso mientras le contaba lo sucedido en aquel lugar. Pero lo único que recordaba con claridad era el sonido de su voz cuando lo vilipendiaba por sus fallos.

Empezó a preguntarse si ella era suficientemente racional. O si lo era él. El dolor podía destrozar la mente. Quizá aquello no hubiese sucedido, quizá nunca hubiera existido esa familia, quizá no hubiese perdido ni a un padre, una madre o unas hermanas.

Sabía que debía olvidarse de Leigh Strachan.

Pero allí estaba.

La calle mayor se ensanchaba al llegar al crucero del mercado; por un lado se abría hacia el puente, y por el otro, a una amplia y elegante avenida rodeada de frondosos árboles. Al final de la avenida, encaramada al empinado flanco del páramo, había una bella mansión de piedra plateada, coronada por una cúpula de cobre y una grácil balaustrada.

S.T. se detuvo.

Aquello lo había visto antes. En una acuarela pintada por una chica joven, él había vislumbrado aquella fachada simétrica con sus altas ventanas, majestuosa, bella, cálida e íntima.

«Silvering, Northumberland, 1764.»

La hierba crecía alta a través de las imponentes verjas de hierro forjado. Allí, al final de una espléndida avenida privada, un grupo de pulcras casas ascendía por la ladera hasta la joya que la coronaba: Silvering, que aislada y descuidada, se erguía sola, como una anciana cortesana orgullosa que todavía se acicalase con polvos y pinturas de colores desvaídos.

S.T. sintió una ardiente añoranza de Leigh, un dolor insoportable en lo más profundo de la garganta. Estar allí y mirar aquel lugar en el que una vez resonó su risa -una risa que él jamás había escuchado- le hizo sentir una soledad insoportable, unos celos solitarios.

Allí habían sido una familia. Él había visto los dibujos y había sido testigo de la profundidad del dolor de Leigh por la pérdida.

Quería…

Unión. Lazos familiares. Quería todo lo que aquella casa había sido. Un hogar, y algo con que llenarlo.

Quería a Leigh, y todo aquello que ella se negaba a darle.

Pero no funcionaría. Lo vio con claridad, de pronto, allí, ante aquella deshabitada mansión. No habría forma de reparar el lazo que unía su cuaderno de dibujo y aquella casa llena de maleza. Todo aquel sufrimiento había deformado su mente, su corazón y sus recuerdos; había pervertido la realidad hasta convertirla en una obsesiva búsqueda de venganza que la había impulsado a cruzar el mar hasta Francia. Fuera lo que fuese lo que le hubiese sucedido a su familia, y tanto podía creer que a aquellas alegres jóvenes les hubiesen dado muerte como que pudiesen resucitar, el mundo dibujado en aquellas acuarelas había desaparecido.

El dragón había resultado ser un cachorrillo, y S.T. no podría jamás conseguir para ella lo que realmente deseaba, que era la vida que había perdido.

Lo que no le dejaba nada. Ni manera de hacer méritos para lograr su amor, ni nada que superar para probarse a sí mismo. Tenía las armas afiladas, la espada bruñida y el caballo entrenado adecuadamente. Lo había logrado en solo tres semanas, tan grandes eran sus ansias de victoria.

Y todo para nada. Podía matar a Chilton y volver a Rye con la cabeza del hombre en una maldita canasta, y lo único que lograría a cambio sería que le diese las gracias con sequedad. ¿Por qué iba a ser de otra forma? Ella se había convencido a sí misma de que quería venganza; había convertido a Chilton en un malévolo chivo expiatorio, pero descubriría el vacío de la venganza justo en el momento en que la obtuviera.

Daría la vuelta, se alejaría de S.T., y lo dejaría tal como lo había encontrado.

Cruzó los brazos, apoyó la cabeza en la piedra tallada del crucero del mercado, y pensó en qué figura más patética debía de ser en ese momento, como un recluta voluntarioso que al llegar al campo de batalla descubriese que allí no había nadie.

Merde.

A falta de una idea mejor, recorrió la calle en sentido inverso y sonrió lánguidamente a una bonita muchacha que estaba sentada y trabajaba en un par de volantes de encaje en un brillante umbral. Se apoyó en la cancela del jardín y dijo:

– ¿Seríais tan amable de decirme dónde podría encontrar algo de comer?

– De mil amores -contestó la joven al tiempo que dejaba la labor a un lado, erguía la espalda y se levantaba rauda. Se acercó a él y le indicó con la cabeza-. Tenéis que ir por la calle mayor, en aquella dirección. -Se la indicó. Inclinó la cabeza sobre el hombro de S.T. mientras doblaba el cuerpo sobre la verja-. Después, en dirección a la colina, debéis coger la primera calle a la derecha, pasado el crucero del mercado. Deberéis continuar hasta dejar atrás la enfermería, y en la primera casa de la izquierda encontraréis el comedor de los hombres.

Alzó la mirada hacia él, seguía inclinada muy próxima. Un sencillo gorrito ceñía su cabeza y ocultaba por completo sus rizos, pero aquella piel tan clara y los azules ojos hicieron que S.T. imaginase una cabellera rubia que caía en cascada sobre los hombros.

Se quitó el sombrero con gesto serio y cortés e hizo una inclinación.

– Gracias, mademoiselle -dijo. Y le hizo un guiño.

Ella se quedó mirándolo.

– Es un placer -respondió-. Ciertamente lo ha sido para mí.

S.T. se cubrió con el sombrero.

– Pero os he distraído de vuestro trabajo.

– Sí -fue la respuesta de la joven, que volvió hacia la casa sin decir nada más.

S.T. se detuvo un momento, ligeramente desconcertado por la brusquedad de su marcha. Después se dio la vuelta, siguió las direcciones que ella le había dado y recorrió con paso lento la calle hacia el lugar que le había indicado.

El pequeño grupo vestido de negro formado por los clérigos visitantes salió de una tienda unos metros por delante de él. Hablaban en voz baja entre sí, hacían gestos de aseveración con la cabeza e intercambiaban miradas meditabundas. Uno de ellos parecía tomar notas en un diario. S.T. se llevó un dedo al ala del sombrero y siguió solo su camino.

Al llegar a la casa donde estaba el comedor de los hombres, nadie respondió a su llamada. Siguió la estela del olor a comida y encontró la cocina, pero los cocineros que allí había, aunque amables, fueron inflexibles al comunicarle que no se serviría ninguna comida hasta después del servicio del mediodía. Ni tan siquiera accedieron a darle un bollo de la bandeja recién salida del horno. S.T. soltó una risita, empezó a decir bobadas y robó uno.

Lo descubrieron antes de que le diese tiempo a escabullirse por la puerta, y el disgusto que mostraron por la pérdida parecía tan auténtico que confesó; pese a que la boca ya se le hacía agua, les devolvió el bollo.

Tras ser vergonzosamente expulsado de la cocina, volvió a recorrer la calle mayor en sentido contrario. La misma joven continuaba arreglando el encaje a la puerta de su casa.

S.T. se inclinó sobre la verja.

– Todavía no dan de comer -dijo con voz triste.

– Claro que no. Hasta después del sermón del mediodía.

Él sonrió con sequedad.

– Eso no lo mencionasteis.

– Lo siento. ¿Estáis muy hambriento?