La joven sacudió la cabeza sin levantar el rostro. A continuación, bajó las manos, acercó hacia ella el cuenco con las gachas, se llevó la cuchara a la boca y se puso a comer allí en el suelo.

– Si esto es lo que deseáis, me someto a vuestra voluntad -declaró la joven mientras las lágrimas caían por sus mejillas-, pero, por lo que más queráis, no os vayáis.

– ¡Compartid con ella! -urgió a S.T. uno de los hombres.

– ¿No veis que la estáis humillando?

Otro hombre le dio unas palmaditas a Paloma de la Paz en el hombro.

– Pero ¿por qué le hacéis daño? ¡Pobre Paloma! No llores, cariño. Ven aquí que yo sí que compartiré contigo.

Paloma negó vehementemente con la cabeza.

– Yo soy obediente -gritó-. ¡Lo soy! Haré lo que el señor Bartlett me ordene.

Todos la contemplaron mientras la joven continuó comiendo en el suelo, agachada sobre el cuenco.

– ¡Orgullo! -Se oyó la voz de Palabra Verdadera-. Arrogancia cruel, abusar sin motivo alguno de una mujer indefensa.

S.T. empujó la silla a un lado y se dirigió hacia la puerta entre un coro de críticas. Hizo un gesto de saludo con la cabeza y dijo:

– Estoy seguro de que ahora ya estará listo el caballo. -Y tras estas palabras, cogió su sombrero y la capa color brandy que estaban junto a la puerta.

Salir al aire frío de la noche le produjo un inmenso alivio. Bajó a grandes zancadas por la desierta calle y rodeó el comedor hasta las caballerizas. En la profunda penumbra de la noche el oscuro interior olía a heno y a caballos, pero le era imposible distinguir nada. Se detuvo y esperó el relincho de bienvenida de Siroco, pero en el lugar reinaba el silencio.

Por primera vez, S.T. sintió una ligera sensación de alarma. Soltó un exabrupto y giró sobre sus talones. La furia que lo embargaba hizo que sus zancadas fueran irregulares. Al doblar la esquina, divisó la enorme silueta de Silvering que se recortaba contra el oscuro páramo en lo alto. La visión lo hizo detenerse.

Toda aquella gente era ridícula: el embaucador pecoso con sus trucos eléctricos que no engañarían ni a un niño; aquellos capullos moralistas y sus patéticas jovencitas recogidas de la calle, mendigando desde el suelo unas gachas frías.

Notó la espada que llevaba colgada sobre la pierna izquierda, simple y sin ambigüedad alguna. Quería que le devolviesen su caballo, incluso si tenía que obligar al propio Chilton a ponerse de rodillas para lograrlo.

El ritual de compartir los alimentos todavía continuaba cuando S.T. abrió la puerta principal de un empellón y cruzó el vestíbulo. Todos hicieron caso omiso de su presencia. Chilton hablaba animadamente con Paloma de la Paz, que estaba en pie con la cabeza agachada y asentía sin dejar de llorar. Fue la única que levantó la vista cuando S.T. apareció en el umbral de la puerta.

Una amplia sonrisa cubrió su rostro.

– ¡Habéis vuelto!

– ¿Dónde está mi caballo? -preguntó S.T. a Chilton con voz de pocos amigos.

La joven ya había atravesado la mitad de la estancia. Le asió las manos y cayó de rodillas ante él.

– ¡Perdonadme! He sido una egoísta y una desobediente. ¡Qué desgraciada me siento! ¡Por favor, decid que me perdonáis! ¡Os lo suplico, mi señor!

– Mi caballo -repitió S.T. mientras pasaba al lado de la joven con el ceño fruncido, y trataba de soltarse de aquellas pequeñas manos que se asían a él con desesperación.

Chilton sonrió.

– Creo que tenéis que enfrentaros a algo mucho más importante antes de que nos pongamos a buscar vuestro caballo, señor Bartlett. Habéis herido a Paloma de la Paz en lo más profundo. Os ruego ante Dios que pidáis perdón, a ella y a nosotros.

– ¿Que pida perdón por qué? ¡Maldita sea! ¿Por no tratarla como si fuese un recién nacido sin juicio? -dijo, a la vez que se resignaba a no soltarse de aquellas manos insistentes-. ¿De dónde diablos os habéis sacado este numerito, Chilton?

Chilton lo contempló sin perder la calma.

– Mi palabra es la palabra de Dios.

– ¡Qué oportuno! -exclamó S.T. con desdén.

– Por favor -susurró Paloma de la Paz mientras apretaba el rostro contra las manos de S.T.-. ¡No digáis esas cosas!

Él señaló la mesa con gesto violento.

– ¿Por qué no? Vos en realidad no creéis que esta sea una orden de las alturas, ¿a qué no? No creéis que haya un Dios allá arriba que espere que os pongáis de rodillas y os humilléis por una simple cucharada de gachas de avena. Y, aunque así fuese, lo que no podríais creer es que Dios encomendase sus deseos a este embaucador, a semejante farsante.

– ¡No digáis esas cosas! -gritó Paloma de la Paz. En su voz había un deje de histeria. Volvió a asirle de la mano, y a continuación le abrazó las piernas. S.T. sintió que el cuerpo de la muchacha era presa de temblores.

– No os preocupéis -dijo, a la vez que trataba de tranquilizarla con una caricia en el pelo-. No voy a caer fulminado por el rayo, os lo aseguro.

Chilton soltó una risita.

– Claro que no. Pero no habéis pedido perdón. Vuestra alma está angustiada. Os será revelado el camino a seguir.

Varios de los hombres se pusieron en pie. S.T. los observó mientras se aproximaban a él. No sabía cuál era su intención; se llevó la mano a la espada, pero el abrazo de Paloma de la Paz impidió que la alcanzase.

– No se os ocurra tocarme -dijo con brusquedad-. Guardad las distancias.

El hombre más próximo a él hizo ademán de agarrarle el brazo, y S.T. desenvainó la espada. Paloma de la Paz pegó un grito y asió la hoja entre sus manos.

– ¡No lo hagáis! -suplicó con un chillido-. ¡Matadme a mí antes!

A S.T. le traicionó el instinto. En el momento en que titubeó, dudando si tirar de la espada para liberarla de aquellas manos que ya estaban cubiertas de sangre, cayeron sobre él. Soltó el metal y trató de defenderse con los puños, pero el cuerpo de la joven allí, a sus pies, le dificultó el movimiento; erró el golpe, lo intentó de nuevo, pero perdió el equilibrio a causa de los apretados brazos de Paloma de la Paz. Cayó de espaldas y todos se echaron sobre él; lo agarraron por todas partes, mientras peleaban como niños y ahogaban las maldiciones que profería con las manos, los brazos y a golpes con sus cabezas.


No sabía cuánto tiempo lo habían tenido en la oscuridad. Estaba sentado en el suelo de una estancia con olor a moho sin nada donde apoyarse; con los ojos vendados, atado, y completamente furioso consigo mismo.

Llegó Paloma de la Paz, se sentó en el suelo a su lado y habló durante largo rato, mientras le acariciaba la frente y el cabello e insistía en lo felices que eran todos en aquel lugar, en cuánto lo querían, y en lo bien que resultaría todo cuando él aprendiese a aceptarlo. Al principio resultaba un tanto extraño -recordaba que también para ella lo había sido-, pero pronto apreciaría que aquella forma de vida era mejor que el cruel mundo exterior. Quería que él se quedase, aunque por supuesto podía marcharse si así lo deseaba; nunca forzaban a nadie a hacer nada que no quisiese hacer, pero esperaba que él se quedase y fuese feliz allí con ella. El maestro Jamie había dicho que el señor Bartlett podía convertirse en su esposo, lo que era un favor muy especial que solo se concedía a una joven que había sido muy, muy buena. El maestro Jamie la quería mucho, confiaba en su buen criterio y estaba de acuerdo en la decisión que ella había tomado. A Paloma de la Paz, sin duda, la obediencia la llenaba de autentica alegría.

S.T. no dijo nada. Paloma de la Paz se echó a llorar, lo abrazó y trató de besarlo en la boca, pero él apartó el rostro.

A continuación apareció Chilton, que ordenó a la joven que se marchara, y se dedicó a trazar lentamente círculos alrededor de S.T. y a hablar, a veces en voz alta; otras, en tono suave. S.T. no prestó ninguna atención a sus palabras. A veces, Chilton se detenía y se quedaba un buen rato en el mismo lugar en silencio, y en una o dos ocasiones S.T. alcanzó a oír un sonido peculiar, algo suave y sibilante. Sin poder evitarlo, movió el rostro hacia el lugar de donde provenía, con los nervios a flor de piel por la incertidumbre. Después, el interminable monólogo continuaba, mezclado a veces con aquella especie de silbido. Finalmente, S.T. dejó de prestarles atención a ambos.

No lo dejaban nunca a solas. Apareció Palabra Verdadera y estuvo hablando del orgullo y de la arrogancia hasta que S.T. deseó acabar con él con sus propias manos. Se incorporó del suelo hasta lograr ponerse de rodillas, pero al tener los ojos vendados, no sabía siquiera en qué dirección lanzarse, así que se quedó donde estaba y respiró con dificultad. De repente, alguien lo empujó desde la oscuridad y cayó de nuevo al suelo sobre un codo con un gruñido de dolor.

La voz de Chilton llegó desde algún lugar y oyó cómo recriminaba con suavidad al que lo había empujado. S.T. se quedó tumbado en el duro suelo, con gesto huraño en la boca. Cuando trataron de levantarlo, se dejó caer, y no tuvieron más remedio que llevarlo en brazos. Disfrutó de aquel pequeño y doloroso triunfo hasta que aquellos torpes diablos lo dejaron caer, momento en el que decidió que prefería mil veces conservar los huesos intactos, por lo que renunció a su orgullo.

De todas formas, apenas le quedaba ya un resto de orgullo. No se había sentido tan avergonzado desde aquel terrible momento, hacía ya tres años, en el que se dio cuenta de que su dulce Elizabeth lo había traicionado. Él cayó directamente en su trampa, y perdió a Charon, el oído y la última ilusión de que alguien lo amase.

Alzó la barbilla con decisión. Era extraño, pero pensar en aquella sucia traidora en la que se había convertido Elizabeth lo había hecho sentirse mejor. Que lo hubiesen capturado y maniatado un grupo de mujeres y mojigatos era algo embarazoso, pero no tan grave como para hundirlo en la miseria.