– Estás vivo -susurró de nuevo, envuelta en su aliento cálido-. Eso es lo que de verdad importa.
Rodeó con las manos el rostro del hombre y lo besó de nuevo. Él hizo un ruidillo con la garganta, a medio camino entre el rechazo y la entrega. Dudó qué hacer con las manos y, al final, las posó en la cintura de Leigh.
El zaino se aproximó un poco más. El Seigneur entreabrió los labios y aceptó el ofrecimiento de ella. En respuesta, jugueteó con su lengua, la saboreó, mezcló el frío con el calor. Apretó el abrazo con el que le ceñía el cuerpo. El viento hizo ondear su capa sobre la muchacha; la humedad intensa de la prenda los rodeó a ambos bajo la nieve que no cesaba de caer.
S.T. se apartó un poco y la miró por debajo de sus pestañas de bordes dorados.
– Leigh -dijo, nervioso.
La joven le apretó los hombros.
– Todo irá bien -le aseguró-. Te prepararé… te prepararé unos polvos.
Él pareció entender aquellas palabras; aplastó la boca contra la de ella e inclinó la cabeza. Después levantó la vista con una sonrisa irónica, con una extraña ternura, y la acarició por debajo de la barbilla.
Leigh apoyó el puño sobre su corazón, y a continuación lo colocó sobre el de él.
– Tú y yo -dijo despacio y con claridad-. Juntos.
Él enarcó las cejas.
– ¿Tú y yo? -repitió. En su voz había un quiebro ronco.
Leigh asintió y sonrió, porque él había comprendido.
Con cautela, el hombre se inclinó hacia ella y le rozó con la boca la comisura de los labios. Era una especie de pregunta, y ella respondió entregándose completamente al beso. Las manos de él subieron hasta enredarse en el pelo de la joven. Le besó las mejillas y los ojos, se deleitó en su boca; sus caricias eran persuasivas, dulces y seductoras.
– Leigh -dijo entre susurros junto a su sien, c hizo un sonido leve y peculiar, como una risa avergonzada-. No estoy sordo.
La joven se volvió bruscamente y se golpeó la barbilla con fuerza contra él.
S.T. se echó atrás sobre la silla y la miró con cautela.
Leigh, sin palabras, lo miró fijamente.
Él le rozó la mejilla con los dedos enguantados. La sonrisa de su rostro era la de los viejos tiempos, traviesa y coqueta.
– Traté de decírtelo -aseguró el hombre-. Pero estabas… -Hizo un gesto con la mano-… abstraída.
– Has mentido. Me has mentido.
– Bueno, no exactamente. -Alargó la mano para asirla mientras ella tiraba de las riendas del zaino-. Leigh… espera; espera un momento, maldita seas… ¡ay!
Trató de evitar aquella mano que lo golpeaba.
– ¿Por qué no me lo has dicho? -gritó la joven-. ¿Por qué has dejado aunque fuera por un momento que creyese que era cierto?
S.T. se frotó la frente con el brazo.
– No lo sé.
Leigh soltó un pequeño sollozo de furia.
– ¡No lo sabes! -Su voz tembló-. ¡No lo sabes!
– ¡Está bien! -respondió él a gritos-. ¡No quería contártelo! ¡No quiero contarte nada!; ¿qué diablos estás haciendo aquí? Se suponía que estabas en Rye.
– No creerías ni por un momento que iba a quedarme en Rye, ¿verdad? -Leigh se inclinó y le contestó también a gritos-. ¡A zurcir tus calcetines, supongo!
Apretó los labios con fuerza para frenar el torrente de emociones que surgía de su interior. Detrás de ella se oían los gemidos de la otra muchacha. Leigh se giró sobre la silla y observó cómo luchaba por ponerse en pie cubierta de mugre.
– Hay una posada para arrieros allá abajo. La Twice Brewed Ale. -Leigh señaló en dirección al sur-. Puedes llegar a pie.
Pero S.T. ya había desmontado, se había acercado a la joven que lloraba de rodillas y la había ayudado a levantarse. La muchacha se había arrojado a sus brazos entre gemidos.
– ¿Es verdad que oís? ¿Estáis curado?
– Sí que oigo -masculló él.
– ¡Gracias, Dios mío! -dijo ella entre sollozos-. ¡Gracias, gracias, Señor! -Y unió las manos como en una plegaria.
– Ahorraos los rezos, os lo ruego. -S.T. le dio una pequeña sacudida y la condujo hasta el caballo negro-. Subid -ordenó y le ofreció las manos entrelazadas como apoyo.
– ¿Quién es esa? -exigió saber Leigh sin quitar el ojo a aquella figura enfangada.
Él no respondió. Después de que la joven hubiese subido a la silla a trompicones y hubiese acomodado su vestido lo mejor que pudo para sentarse, S.T. llevó al caballo negro de las riendas hasta donde Leigh se encontraba.
– Paloma de la Paz -anunció con una ligera inclinación de cabeza-. Esta es lady Leigh Strachan.
La joven hizo un gesto de saludo entre gimoteos.
– Encantada de conoceros -dijo en el mismo tono que habría utilizado si las hubiesen presentado en un elegante salón; después dio un pequeño respingo-. ¿Strachan? ¿Vos no sois de Silvering?
– Silvering me pertenece -anunció Leigh-. Y tengo la intención de recuperarlo.
La joven se retorció las manos.
– El maestro Jamie es capaz de obligarte a hacer cosas que no quieres hacer -declaró nerviosa-. Cosas horribles.
Leigh le dirigió una fría mirada.
– Puede que las hagas -afirmó- si eres tan débil y tan miserable que se lo permites.
Paloma de la Paz se estremeció y comenzó a llorar de nuevo. S.T. asió las crines del rucio con la mano y se montó en él; el negro iba detrás.
Leigh se acercó con el zaino y se puso a su altura.
– Es una de ellos. -E indicó con una mirada a la joven-. Una de los suyos.
– Ya no.
Leigh hizo un gesto escéptico.
– ¿Es eso lo que asegura?
– ¡Es la verdad! -exclamó Paloma de la Paz -. He rezado sin parar, y he conseguido quitarme la venda que me cubría los ojos. El maestro Jamie fue incapaz de realizar el milagro; incapaz de convertir el agua en ácido. Y el señor Bartlett lo sabía, lo supo siempre. Era a él a quien debería haber escuchado. -De repente frunció el ceño y miró a S.T. -. Pero ahora oye.
Él apretó la mandíbula y contempló el paisaje.
– Ese hombre es un embaucador. ¿Es que no os dais cuenta, Paloma? Lo planeó todo, pero yo no tenía la intención de colaborar con él para que lograse un milagro tan oportuno.
– Pero el ácido…
– Por el amor de Dios, en aquella jarra lo único que había era agua helada. El ácido debía de guardarlo en otro lugar, en la manga, sin duda.
Paloma de la Paz lo miró de hito en hito.
– Pero, en ese caso… ¡jamás sufristeis daño alguno! -S.T. arrugó la frente-. ¡Jamás dejasteis de oír! Mientras Caridad, Dulce Armonía y yo os prestábamos tantos cuidados. Estuvimos cinco días así, y jamás nos dijisteis nada. Fue muy cruel no decirme nada. Yo creía que había sido mi culpa. Pensé que no tenía fe suficiente para que se realizase el milagro.
– ¡Cruel! -gritó Leigh con furia-. ¿Cómo que cruel? ¿Quién podría culparlo por no decírtelo? ¿Por qué iba a confiar en ti?
– ¡Podía haber confiado en mí!
– ¿Confiarte su vida? ¡Mocosa estúpida y egoísta! No fue un juego de niños desbaratar los planes de ese loco en su propia madriguera. ¿Acaso crees que tu maravilloso maestro Jamie no sabía perfectamente que no estaba sordo? ¿Que aquello no era sino un simulacro cuyo fin era desacreditarlo? ¿Crees que iba a dejarlo pasar sin dar una respuesta? Él vive gracias a los tontos como vosotros. ¡Menuda panda de fatuos y crédulos sois todos!
Paloma de la Paz con gesto tozudo estiró el labio inferior.
– ¿Es que te atreves a negarlo?
– Yo no haría nada que le hiciese daño al señor Bartlett.
– ¡Únicamente derramar ácido en su oído!
– Eso fue antes -gritó Paloma de la Paz -. ¡El maestro Jamie me tenía hechizada! Además, no era ácido, ¿verdad? No era más que agua. ¡Quizá mi milagro se logró pese a todo!
Leigh, que se había quedado sin palabras, volvió el rostro. Le habría encantado volver a tirar a la joven al barro de un empujón, al menos se sentiría mejor.
El Seigneur la observaba con los labios ligeramente curvados.
– Conseguiste salir de allí indemne -le dijo entre susurros-. Eso es lo que de verdad importa.
Él la miró riéndose; su rostro estaba cubierto de sombras por la creciente oscuridad.
– No, lo que de verdad importa -le contestó en voz baja- es que voy a destruir a ese cabrón.
Capítulo 18
En el Santuario Celestial todos dormían; los hombres en su dormitorio común, las mujeres en sus esterillas en los salones y comedores de todas las casas que flanqueaban la calle. Algunas de ellas se habían quedado hasta bien entrada la noche rezando por el alma de Paloma de la Paz, que había abandonado el lugar. El maestro Jamie había pronunciado un sermón por ella cada día, había derramado lágrimas por ella, y les había pedido a todos que la perdonasen por su flaqueza. Al señor Bartlett nunca lo mencionaba, por eso todos sabían que no debían pensar en él ni en la manera en que se había logrado que su espíritu rebelde se sometiese.
Si algunos de ellos desobedecieran y se pasaran las horas nocturnas recordando su rostro y la forma que tenía de moverse, aquella confianza externa -o arrogancia, como el maestro Jamie la habría denominado- que había muerto al mismo tiempo que su oído, y que había sido reemplazada por el silencio, si lo hicieran, tendrían que realizar rezos adicionales.
Dulce Armonía se arrodilló en su esterilla junto a Castidad; ambas rezaron con devoción para conseguir la fortaleza necesaria para olvidar a Paloma de la Paz y al señor Bartlett, pese a que en su momento se les encomendó ayudar a la joven a cuidar de él. Dulce Armonía le servía las comidas y Castidad lo afeitaba y se encargaba de que estuviese aseado; a veces, mientras él estaba apáticamente sentado en la silla, con la mirada perdida en el vacío, los ojos de las dos jóvenes se encontraban sobre su cabeza y Armonía casi se echaba a llorar.
Trataba de no culpar a Paloma de la Paz. El maestro Jamie había dicho que tenían que perdonar, y no se podía negar que la muchacha se quedó consternada. Lloraba sin cesar, no se apartaba del lado del señor Bartlett, y repetía una y otra vez que estaba segura de tener suficiente fe, que algo había salido mal, y en una ocasión hasta llegó a decir que ojalá el maestro Jamie no la hubiese obligado a hacer aquello.
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