Su cuerpo dentro de ella parecía pesado, profundo y poderoso. La joven arqueó el cuerpo bajo el suyo. Él la penetraba sin prisa y la inmovilizaba con un movimiento estudiado y doloroso cada vez que ella se hundía; utilizaba su cuerpo para darle placer. La cabeza de Leigh cayó hacia atrás y su respiración se hizo entrecortada. Él le besó el expuesto cuello, succionó la sensible piel, presionándola contra la cama con todo su peso. Su ritmo se impuso sobre ella, la penetró y se hundió con fuerza en su centro. Ella lo recibió y le correspondió en igual medida; la pasión estalló sobre ella y su cuerpo se estremeció con sus impetuosas sacudidas, en sucesivas oleadas.
Solo se dio cuenta de que se había dormido cuando poco a poco se despertó. La luna todavía brillaba pálida y proyectaba sombras heladas sobre las encaladas paredes y las bajas vigas. Vio a S.T. con total claridad; yacía sobre un costado, tenía el brazo sobre su cuerpo y el rostro ligeramente vuelto hacia ella.
Leigh pensó que estaba dormido; su pecho subía y bajaba suavemente al respirar.
Sin moverse, lo contempló. Era un sentimiento crudo y extraño el de aquel amor terrible, aquella sensación temblorosa de ser dueña de una porción de felicidad. Le provocaba temor, pero no podía renunciar a ella. Y lo que era peor, dejaba el resto de su espíritu sumido en el caos; incapaz de resucitar la dura resolución que la había impulsado a llegar hasta allí. Odiaba a Chilton, pero esa emoción le resultaba distante e ilusoria en comparación con la intensidad del sentimiento hacia el hombre que yacía a su lado.
Y cuando lo perdiese…, cuando se marchase… ¿entonces qué? Sentía pánico. El terror ante ello esperaba agazapado en algún lugar del futuro, frío e implacable, real pero hipotético, como los monstruos infantiles que habitan la oscuridad más allá de la cama. Es imposible que estén ahí, dijo entre sollozos la niña que había en ella. No son más que sombras.
«Ay, pero están ahí.
»Están ahí. Existen. Únicamente los príncipes azules se desvanecen como sombras cuando por fin llega la luz del día.»
Estudió el arco formado por el músculo de su brazo extendido, la forma de su mandíbula, la manera en que los dedos de la otra mano se posaban sobre su enredada y brillante cabellera.
Con dolor, casi sin aliento, susurró:
– Te amo.
Él abrió los ojos.
Lentamente, apareció una sonrisa. Alargó la mano, la posó sobre la sien de la joven y le alisó un mechón de pelo entre el pulgar y los otros dedos.
Leigh vio que se disponía a hablar, acercó la mano a sus labios y se echó un poco hacia atrás.
– No. No lo digas.
Él se incorporó sobre el codo. La luz de la luna le caía sobre el rostro y subrayaba la curva ascendente de una de sus cejas, lo que confería un aire malicioso a su sonrisa.
– No seas tonta, Sunshine… ¿no quieres que diga que te amo?
– No digas que me amas. No digas que nunca antes habías sentido esto. No digas…, en fin… no digas ninguna de esas cosas. -Se mordió el labio-. No podría soportarlo.
Él apartó los ojos. El gesto de su boca se endureció un poco. Movió los dedos sobre la piel del hombro de ella y los bajó hasta sus senos con apenas un ligero roce.
– En tal caso, me dejas sin palabras.
Leigh miró hacia arriba. La ligera caricia de sus dedos recorrió su piel y dibujó en ella círculos, corazones, espirales.
– Lo único que yo quería era a Chilton -musitó-. Quería tu ayuda. No buscaba un amante. Quería justicia por lo que le han hecho a mi familia. Eso es lo único que pedía de ti.
– Y lo tendrás -le aseguró él.
– ¡Pues claro! -La joven rió sin ganas-. Tú eres el Seigneur, ¿no es cierto?
La mano de él se inmovilizó.
– El gran salteador de caminos -continuó ella-. El señor de la medianoche. La leyenda, el héroe, el mito. -El miedo la volvió implacable-. Arrojé tu collar de diamantes a la represa de un molino.
Notó cómo el cuerpo de él se alteraba con un ligero movimiento, todos los músculos en tensión. Él la agarró del hombro, se inclinó sobre ella y la besó en la boca, con besos ásperos en las comisuras de los labios y en el centro, dulces por su calidez y su sabor.
– ¿Qué es lo que quieres? -Su boca apenas se separó de la de ella para tomar aliento-. ¿Quieres que me ponga de rodillas?
Ella lo miró a la cara.
– Quiero que me dejes en paz.
– Tú viniste a mí. -La boca de él descendió, pero sin llegar a besarla del todo.
– Para olvidar. Para dejar de sufrir. -Se mordió el labio-. Para sufrir toda la vida.
– Yo no te haré daño -susurró S.T.
Ella cerró los ojos.
– Me haces pedazos.
– Leigh -dijo él-, te amo.
La intensidad de su voz hizo que ella volviese el rostro.
– Déjame en paz -dijo.
S.T. se apartó y se incorporó con la ayuda del brazo.
– ¡Que te deje! -repitió. En su voz había frustración.
– No lo soporto, ¿por qué te es tan difícil entenderlo? -La voz de Leigh comenzó a quebrarse-. ¿Por qué no tienes piedad y me dejas en paz?
S.T. dio una vuelta sobre la cama y se levantó. Se quedó allí erguido, desnudo y espléndido, con el pelo suelto y el cuerpo cubierto de sombras.
– ¿Por qué viniste a mí?
La joven hundió el rostro en el espacio cálido en el que él había estado acostado.
– Déjame en paz.
– Dime por qué viniste, Leigh.
La joven aplastó la almohada contra ella.
– Deja solo que te ame -dijo él-, solo tienes que dejarme…
– ¡Amor! -Echó la almohada a un lado, se sentó, y tiró de la sábana para taparse-. Eres un hipócrita. Para ti no significa nada decir esa palabra, ¿a qué no? Parloteas sobre el amor, las rosas, la entrega, pero no conoces el significado de ese término. Nunca lo has conocido, y dudo que lo conozcas alguna vez.
Él exhaló una bocanada de aire.
– No te entiendo. ¿Cómo eres capaz de decir algo así después de…? -Extendió las manos y emitió un sonido ahogado-. Después de esto.
– ¡Esto! Esto es un antojo, un capricho pasajero, un sueño. Puede que quieras a tus caballos, puede que aprecies a Nemo…, pero todo lo que quieres de mí es que sea tu reflejo. ¡Tú y tu maldita máscara! -Ahora lloraba abiertamente, la cabeza hacia atrás, los ojos cerrados para contener las lágrimas-. Deja ya de disfrazarlo de amor, porque yo sí sé lo que es el amor, y duele, duele mucho.
– Sí -dijo él en voz baja-. Esto duele.
Leigh notó que él se le acercaba. La cama se hundió a su lado bajo el peso de él, que le acarició el rostro mientras ella se apartaba.
– No -dijo-. Esta noche ya has conseguido lo que querías de mí.
– Eso no es todo lo que quiero.
– Ah, ¿no? -dijo ella con amargura-. ¿Cómo pude pensar que era suficiente? Solo quieres todo mi ser, cada milímetro de mi cuerpo y de mi alma, eso es lo que quieres. -Abrió los ojos y lo miró directamente a los suyos-. No soy yo quien exige que un amante se arrodille ante mí.
S.T. bajó la mirada, con el rostro serio, preocupado.
– Tú dijiste que estábamos tú y yo juntos, y yo me sentí tan bien… Lo quiero así. -Levantó la vista, la miró por debajo de las pestañas y dijo en voz baja-: Creo que sí sé lo que es el amor, Leigh.
– ¡Vete! -La joven estrechó la almohada con sus brazos-. ¡Vete, vete, vete!
– Fuiste tú quien vino a mí -dijo él con suavidad.
– Te… te odio.
Él se inclinó y reposó la frente en el hombro de ella.
– No puedes -dijo entre susurros-. No puedes odiarme.
Durante un instante ella se quedó sentada con los labios temblorosos; notaba frío en todo el cuerpo excepto donde él la tocaba.
– ¿Cuántas historias de amor se os atribuyen, monseigneur? ¿Quince? ¿Veinte? ¿Cien?
Él no levantó la vista.
– Eso no importa.
– ¿Cuántas?
– Bastantes, pero nunca entregué el corazón, no como ahora.
– Yo he tenido una -dijo ella-. Él se llamaba Robert. ¿Cuántos nombres recuerdas tú?
Él exhaló el aliento y se apartó.
– ¿Por qué?
– ¿Y por qué no? Nómbrame a las cinco últimas.
– ¿Qué es lo que intentas?
Ella irguió la barbilla.
– Pobres damas, ¿acaso no las recuerdas?
– Claro que las recuerdo. La última se llamaba Elizabeth, y fue la zorra que me entregó a las autoridades.
– Va una. -Lo observó con atención-. ¿Quién precedió a Elizabeth?
Él frunció el ceño y cambió de postura, apartándose fuera de su alcance.
– No veo qué importancia tiene.
– Te has olvidado.
– No me he olvidado, maldita sea. Elizabeth Burford, Caro Taylor, lady Olivia Hull, y… Annie… Annie…, era una Montague, pero se casó dos veces… me perdonarás si no soy capaz de recordar su nombre de casada, y lady Libby Selwyn.
Leigh enarcó las cejas.
– Te mueves por círculos distinguidos.
S.T. se encogió de hombros.
– Me muevo por donde me apetece.
– ¿Estuviste enamorado de todas ellas?
– Ah, ¿se trata de eso? No, no me enamoré de ninguna de ellas. No se parecía nada a esto. Esta vez… -Se interrumpió, detuvo su mirada, y después apartó los ojos de los de ella-. Esta vez es distinto -anunció.
– Sin duda. ¿Tienes la intención de montar un invernadero? ¿De construir una bella casa señorial en lo alto de una colina? ¿De abandonar tus… ocupaciones y convertirte en un honrado hidalgo rural?
Él siguió con la mirada perdida en las sombras, pensativo.
– Hay un precio por mi cabeza. Ya lo sabes.
Ella apartó las mantas.
– Qué suerte la tuya.
Él le dirigió una rápida mirada.
– Yo no veo la suerte por ninguna parte.
– ¿No? -Leigh tanteó con las manos en busca de su camisa, y se la metió por la cabeza.
– Espera. -S.T. alargó la mano hasta ella-. ¡Leigh! ¡No te vayas de esta forma!
– No quiero quedarme. -Se dio la vuelta y se dirigió hacia la puerta.
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