Luton le rozó el brazo.

– Únete a nosotros. Lo que tenemos planeado es el placer último, amigo mío. El acto final.

S.T. bajó la cabeza y miró al otro hombre.

– ¿Te lo has imaginado alguna vez? -murmuró Luton mirándolo a los ojos con extraña intensidad-. La violación final. El pecado definitivo contra Dios y contra el hombre. Todo lo demás ya lo hemos experimentado, y ahora estamos maduros para alcanzar la cúspide de la excitación. Piénsalo, Maitland. -Sus labios se curvaron con el resplandor de una sonrisa-. ¿Has pensado alguna vez cómo sería el clímax con una joven bajo tu cuerpo en medio de los estertores de la muerte?


Leigh se detuvo en la cresta del páramo. Allá abajo, dos sendas de coches en buen estado seguían la ribera del río. El arroyo, ahora helado, atravesaba el valle; era de un blanco opaco allí donde en verano salpicaba las rocas, y de una tonalidad más oscura en las pozas profundas, hielo translúcido sobre un fondo marrón.

Al fondo del valle distinguió el vado por el que la carretera cruzaba el río. Las colinas todavía ocultaban el pueblo a la vista, el lugar que Chilton denominaba el Santuario Celestial.

Un jinete solitario iba por la senda a lomos de un caballo que Leigh reconoció pese a la distancia. La yegua negra frisona de Anna de crines largas y onduladas y cascos ligeros había sido un regalo sorpresa en la fiesta de la Epifanía de hacía dos años. La engalanaron con orgullo: su madre había adornado las bridas de plata y Leigh y Emily habían entretejido lazos rojos en sus crines y cola de seda.

Ahora el regalo que habían entregado con tanto cariño e inocencia trotaba ante ella con Jamie Chilton sobre sus lomos.

Leigh recordó lo que era el odio.

El recuerdo de su familia fue como una bofetada, como si despertase de un sueño. Su respiración se aceleró y se volvió entrecortada; se oyó a sí misma al borde de un estremecedor sollozo cuando apretó la espada.

Aquel hombre le había quitado todo cuanto amaba, no iba a permitir que le quitase nada más.

A su lado, Nemo pareció contagiarse del mismo frenesí. Se acomodó sobre el vientre, con las orejas alerta y los dorados ojos fijos en la figura que se movía hacia ellos. Leigh instó al zaino a seguir adelante, y el lobo al instante reinició la marcha a su lado. Cuando estaban a media colina, el zaino inició un trote y Nemo lo siguió a la misma velocidad, la mandíbula abierta, deslizándose a grandes saltos por la vertiente a medida que aumentaba la velocidad.

Leigh desenvainó la espada. El zaino cambió a un trote ligero y se lanzó colina abajo directo a atacar a Chilton. Leigh vio cómo el hombre levantaba la vista y la miraba. El viento movía las crines del caballo, y golpearon su rostro cuando se inclinó hacia delante; el aire pareció tirar de la espada y ponerla con la punta hacia arriba mientras el movimiento del zaino le impulsaba el brazo. Por el rabillo del ojo vio cómo Nemo corría a su lado, como una mancha mortal de color crema y de sombras, para cortar la retirada a su presa.

El suelo pasaba a toda velocidad y era una especie de borrón verde con tonos grises. Los ojos le escocían por el frío y la velocidad; las riendas parecían habérsele enredado en la mano izquierda, y en las orejas no oía otra cosa que el sonido del viento y de los cascos de su caballo.

Chilton se levantó y apoyó los pies en los estribos. Su boca no era sino un abierto agujero oscuro, pero Leigh no lo oía. Dejó atrás la vertiente a todo galope. Chilton espoleó a la yegua. El caballo pegó un salto hacia delante y respingó ante el ataque de Nemo; Leigh sintió un momento de terror ante la posibilidad de herir a la yegua.

Después, llegó a su objetivo y la espada silbó en el aire sobre la cabeza de Chilton.

Él la evitó al tirar de las riendas. La yegua se echó atrás y se quedó a una pulgada de los amenazadores dientes de Nemo, que se apartó para que no lo golpease con sus cascos. Leigh pasó como una exhalación y erró en su objetivo por pocos centímetros, incapaz de mover bien las riendas con una sola mano. Frenó al zaino, buscó una rienda suelta con la mano, e hizo dar la vuelta al caballo mientras enarbolaba la espada del Seigneur con la punta hacia el cielo. Nemo había descrito un círculo y se había situado en el flanco de la yegua, con la presa atrapada entre ellos, y se lanzó sobre la pierna de Chilton con un rugido salvaje.

Mordió la bota de Chilton, pero el hombre no hizo el más leve ruido. Luchó en silencio, y se defendió del lobo a golpes de fusta. Leigh lanzó al zaino de nuevo hacia él. Apuntó la espada hacia él con mano temblorosa. Todo parecía ir demasiado deprisa y demasiado despacio a la vez; no era capaz de controlar al zaino, no lograba mantener la mano firme, y veía el gesto de dureza en la boca de Chilton y sus ojos que giraban mientras se defendía e hincaba las espuelas en su montura para dirigirla hacia el espacio que quedaba entre ella, el lobo y el río.

La espada cortó el aire con un silbido y fue a clavarse en el abrigo de Chilton; Leigh sintió la repentina resistencia a su agarre, y tiró de ella con desesperación para no perderla. Logró liberarla de un tirón, pero el hombre inició un movimiento; no podía hacer otra cosa que atacar a la desesperada. La hoja redondeada se deslizó por el cuello del hombre sin causarle ningún daño, y solo un movimiento desesperado puso la punta de nuevo hacia arriba y se la clavó en la mejilla.

La sangre salió a borbotones del corte y cayó por su rostro, pero Chilton continuó sin emitir sonido alguno. Parecía un demente; había perdido el sombrero y su cabello ondeaba como una nube de color naranja.

La yegua se movió hacia delante, fuera de su alcance. Nemo había hincado los dientes en el tobillo de Chilton e iba medio corriendo y dando saltos sobre las patas traseras. La fusta se movió de nuevo hacia él, y Nemo soltó su presa. De un salto, el lobo se colocó delante de la yegua para cortarle el paso, pero Chilton tiró con fuerza de las riendas para llevarla hacia un lado y le clavó las espuelas. Leigh se lanzó, inclinada sobre el cuello de su caballo, y dirigió la espada a la espalda de Chilton. Encontró resistencia, pero no estaba lo bastante cerca para clavarla bien.

El zaino se apartó con un respingo de los rugidos de Nemo. El súbito movimiento desplazó a Leigh de la silla. Se agarró con fuerza del cuello del animal, apretó las piernas a ambos lados de la silla de montar e hizo uso de toda su fuerza para mantenerse montada. Cuando recuperó el equilibrio y encontró de nuevo las riendas, Chilton ya corría con la yegua a todo galope.

Leigh espoleó al zaino para ir tras él, y se unió a Nemo en la persecución. La cola de la aterrorizada yegua flotaba tras ella y se movía como un estandarte negro. La frisona era rápida, pero Nemo y el alto zaino iban ganando terreno, galopando sobre la helada senda. Leigh lanzó una rápida mirada por encima del hombro y vio que se dirigían hacia el Santuario Celestial. De nuevo espoleó al caballo, inclinada sobre su cuello, con los dedos de la mano que agarraba la espada enredados en sus crines y la hoja enarbolada en lo alto.

Allá adelante distinguió gente en la carretera. Sus figuras estaban desdibujadas. Tragó aire, jadeó para recobrar fuerzas, y no escuchó otra cosa que el golpear de los cascos y el latir de su corazón. Apenas oyó una especie de suave chasquido, y vio cómo Nemo se tambaleaba. El lobo, de pelambre clara, se fue al suelo de cabeza con un fogonazo y se puso en pie de un salto cuando ella pasó a su lado como una exhalación.

La yegua se movió hacia un lado delante de ella y se dirigió hacia el vado del río. El brazo de Chilton se alzó y dejó caer el látigo con fuerza. La yegua dio un salto enorme, como si quisiese pasar por encima del río, y cayó justo en el medio. Leigh vio cómo se rompía el hielo al caer. Chilton salió disparado por encima de su cuello y la yegua recuperó el equilibrio. En ese momento Leigh alcanzó la orilla a lomos del zaino. La joven gritó con alegría malsana y se echó hacia atrás para dar el salto, a la vez que manipulaba la espada ahora que tenía al enemigo al alcance de la mano.

El zaino se dispuso al salto. Levantó los cascos delanteros en el aire.

Agua.

El caballo se negó a seguir adelante y se lanzó a un lado, lo que hizo que Leigh saliese despedida de la silla y diese una voltereta en el aire.

Cayó al vacío. El mundo empezó a girar a su alrededor. Agua. La vio como una especie de fogonazo ante sus ojos. El hielo y un intenso dolor la golpearon como una explosión. Agua, agua, agua, agua…


Paloma de la Paz se sentó sobre la cama de la habitación de S.T.

– Yo no me voy -dijo ella plácidamente-. Me quedo aquí con vos.

S.T. no le hizo caso y abrió la cartera.

– Tienen el carricoche preparado para llevaros hasta Hexham. El billete de la diligencia está pagado hasta Newcastle. ¿Cuánto dinero crees que podréis necesitar entre las dos?

– Dádselo a Castidad -dijo Paloma, y apartó la cartera de ella-. Yo no voy a abandonaros, después de todo lo que habéis hecho por nosotras.

– No tienes por qué pensar que me abandonas -dijo S.T. con impaciencia-. Os quiero a las dos lejos, donde podáis estar a salvo.

– Señor Bartlett -dijo Castidad con voz muy suave-, yo no tengo adónde ir.

S.T. tomó aliento.

– ¿De dónde procedes?

– De Hertfordshire, señor. -E inclinó la cabeza-. Pero perdí a mi padre hace tiempo y mi madre no tiene trabajo, allí tendré que vivir de la caridad, señor. -Movió las manos vendadas y apretó la una contra la otra, a la vez que se humedecía los labios-. Por favor, señor, no quiero volver al asilo de los pobres.

S.T. posó la mano en el hombro de la muchacha.

– Seguid juntas. Quédate con Paloma. Yo os daré dinero suficiente para que podáis buscar trabajo.

– No tenemos referencias -dijo Paloma de la Paz sin alterarse-. Nadie nos contratará.