Miró hacia la cama. Ella se había incorporado y estaba apoyada sobre un codo dándole la espalda. En un momento estaría de pie y, al siguiente, yacería en el suelo. Era una secuencia de hechos que se podía prever con perfecta claridad.
Nemo entró con paso suave en la habitación. Fue bordeando la pared, lo más lejos posible de la cama, hasta llegar a la ventana. Tras olisquear brevemente las rodillas de S.T., se sentó mientras miraba dubitativo hacia su invitada.
Había un cuaderno de bosquejos y un carboncillo en la mesilla de noche. S.T. dejó a Nemo acobardado junto a la ventana y se acercó a la joven.
– Tumbaos, inconsciente -dijo mientras volvía a acostarla. Ella apenas opuso resistencia; contrajo todo el cuerpo al tiempo que emitía un tenue quejido de malestar. S.T. arrancó un pedazo de papel en el que escribió un mensaje; luego lo dobló con cuidado para no difuminar el carboncillo. Miró por la habitación en busca de algo con que atarlo. Algo corriente, humano, que se viera enseguida que provenía de un ser civilizado. La peluca colgaba del pilar de la cama tal como la había dejado. S.T. la limpió un poco, buscó en la cómoda las cintas de raso con que solía atarse la coleta en los tiempos en que aún cortejaba a las damiselas y se dirigió hacia Nemo. El lobo lo miró con la cabeza ladeada y con sus pálidos ojos llenos de tranquilidad y absoluta confianza.
S.T. ató la peluca a la cabeza de Nemo, tras lo cual le alisó el pelo y metió la nota debajo. Tiró de ella para asegurarse de que no se deslizaría y taparía los ojos del animal o se le clavaría en la garganta. Nemo aceptó semejante ornamento con toda solemnidad. S.T. dio un paso atrás; la imagen del lobo con ese aspecto ridículo y esa actitud complaciente le produjo una sensación de profundo malestar y culpabilidad.
¿Por qué tenía que hacerlo?
Si enviaba a Nemo al pueblo alguien le dispararía. Así de sencillo. Cuando un lobo surgiera de pronto en medio de la noche nadie se pararía a pensar por qué llevaba atada una peluca.
Maldición.
¿Y acaso ella lo merecía? ¿Qué sabía de ella? Una joven caprichosa, indefensa y romántica. Ya había perdido bastante por culpa de otras como ella. Había perdido a Charon, y un oído, y el respeto de sí mismo.
La miró, acurrucada de dolor en la cama. Quería que viviese. Quería acostarse con ella porque era hermosa y él llevaba tres años sin estar con una mujer. Maldición, eso era todo. Pero, comparado con la vida de Nemo, no era nada.
Ella estaba susurrando algo casi imperceptible. S.T. cerró los ojos y apartó la cabeza, pero el movimiento hizo que la voz llegase con mayor claridad a su oído bueno.
– … no creáis que… os aseguro que puedo levantarme -decía-. Debéis marcharos, monseigneur. Una quincena. Doce días por lo menos. Bañaos en un arroyo frío para fortaleceros. No volváis antes de doce días. No dejéis que nadie venga antes. Lo siento… No debería haber venido. Por favor, monseigneur, marchaos. No corráis ningún riesgo.
S.T. puso la mano sobre la cabeza de Nemo, sobre la absurda peluca, y alisó aquel suave collar de pelo.
Ella no le estaba pidiendo ayuda. Aquella valiente y maldita mujer no le estaba pidiendo ayuda.
Se arrodilló de repente y dio a Nemo un fuerte abrazo, hundiendo la cara en su intenso olor a lobo. La lengua caliente de este le lamió la oreja, y su fría nariz le olfateó el cuello con curiosidad. Intentó memorizar esas sensaciones, guardarlas en un lugar seguro de su corazón. A continuación, se levantó y cogió la botella de vino vacía que había en la mesilla. La puso ante Nemo para que este la olisqueara y le dio dos sencillas órdenes antes de que tuviera tiempo de cambiar de idea.
– Busca hombres. Busca a este hombre. Ve.
Capítulo 3
Los trinos de los pájaros y un murmullo procedente de la cama despertaron a S.T. Se frotó el cuello, pues sentía en todos los huesos la marca de la butaca de madera en la que llevaba diez noches durmiendo. A través de la ventana abierta se veía el brillo frío y desnudo del cielo al amanecer. Entrecerró los ojos mirando en dirección a las sombras que todavía persistían en la habitación. Ella había apartado las sábanas otra vez. S.T. se levantó con todo el cuerpo agarrotado. Se limpió los ojos, se pasó la mano por el pelo y respiró profundamente. El lugar a sus pies en el que tendría que haber estado Nemo se encontraba vacío, como cada mañana. Durante un instante apoyó las palmas de las manos y la frente en la fría pared de piedra. Rezar ya no serviría de nada.
El murmullo se convirtió en un débil quejido. S.T. exhaló con fuerza y se apartó de la pared. Mientras echaba agua del cubo en una taza agrietada de cerámica, ella abrió los ojos, parpadeó y se humedeció los labios. Movía los dedos frenéticamente, tirando de los pliegues blancos de su camisa en medio de las enmarañadas sábanas. Cuando su mirada perdida localizó a S.T., sus oscuras cejas se fruncieron en señal de intensa desaprobación.
– Maldito -murmuró.
– Bonjour, Sunshine -respondió él con aspereza-. Ça va?
Ella cerró los ojos. Una expresión hostil dominaba su pálido rostro.
– No quiero vuestra ayuda. No la necesito.
S.T. se sentó en la cama y con una mano cogió sus muñecas antes de que comenzara a revolverse. Ella intentó apartarlo, pero estaba demasiado débil para oponer resistencia. En su lugar, apartó la cara mientras su respiración se volvía agitada y convulsa por ese pequeño esfuerzo. S.T. le puso otra almohada bajo la cabeza y le acercó la taza a los labios, pero ella se negó a beber.
– Dejadme -susurró-. Dejadme en paz.
S.T. inclinó la taza. La joven miró hacia delante con una expresión mortecina en sus ojos apenas abiertos. Tenía el cutis como el papel, seco y pálido a excepción del intenso y enfermizo color de los pómulos. S.T. le puso la taza en los labios, pero toda el agua le cayó por la barbilla y el cuello; él se incorporó, echó dos dedos de coñac en la taza y se lo bebió de un trago. El agradable calor del alcohol le inundó la garganta y reavivó su fatigada mente.
– Dejadme morir -murmuró ella-. No me importa. Quiero morir. -Giró la cabeza-. Papá, déjame morir, déjame, por favor.
S.T. se sentó en la silla y apoyó la cabeza en las manos. Ella iba a morir, sí. Así lo había decidido en algún momento de su delirio, y lo que la fiebre no consumía se iba apagando cada día que pasaba. Llamaba a su padre cada vez con mayor frecuencia en los momentos en que perdía la razón, a la vez que caía en períodos cada vez más largos y profundos de silencioso sopor.
S.T. la odiaba, al tiempo que se odiaba a sí mismo. Nemo ya no estaba. Cada vez que lo pensaba se sentía como si le diesen un puñetazo en el estómago y se quedase sin respiración en el pecho y la garganta.
– Papá -susurró la joven-, por favor, papá, llévame contigo. No me dejes sola… no te vayas…, por favor… -Agitó la cabeza con frenesí mientras levantaba débilmente una mano-. Papá…
– Estoy aquí -dijo S.T.
– Papá…
– ¡Estoy aquí, maldita sea! -gritó él mientras iba rápidamente hacia la cama y le cogía la mano. Los huesos de la joven parecían de porcelana en su puño. Agarró el cazo y volvió a llenar la taza-. Bébete esto.
Al tocarle la boca con el borde de la taza, ella abrió más los ojos.
– Papá -volvió a decir.
S.T. inclinó la taza de nuevo y, esa vez, sí que tragó.
– Muy bien -dijo-. Buena chica.
– Papá… -farfulló ella antes de volver a beber con los ojos cerrados; cada trago y cada aliento significaban un gran esfuerzo para ella.
– Mi Sunshine se está portando muy bien -murmuró S.T.-. Vuelve a intentarlo.
La joven dobló los dedos en su mano, buscando protección como si fuese una niña. Él la sujetó con firmeza mientras escuchaba su repetitivo gimoteo, que poco a poco fue desapareciendo hasta quedar en silencio.
«No te mueras, maldita sea -pensó S.T.-. No me dejes sin nada.»
La enferma respiró profundamente entre escalofríos y tragó la última gota de líquido de la taza. S.T. le acarició la frente, que ardía, y le apartó los negros y cortos rizos que caían sobre su cara. Pensó que era un verdadero tributo a su belleza que, después de diez días de enfermedad, todavía pudiese apreciarla.
Durante ese tiempo, S.T. había visto hasta el último centímetro de su anatomía. Se preguntó qué le parecería eso a su querido papá. Por su parte, estaba demasiado cansado y triste para sentir nada.
La alentó a que bebiera una segunda taza de agua. La joven consiguió tomar la mitad antes de caer exhausta y medio inconsciente. Tras un desganado intento de arreglar la ropa de cama -S.T. tenía la vaga noción de que tal era el procedimiento habitual cuando se cuidaba a un enfermo-, fue al piso de abajo para solucionar el problema de la comida.
Cuando llegó a la puerta que daba al patio, se detuvo y silbó.
Silbó dos veces, aunque tuvo que contenerse para no hacerlo tres, cuatro, cinco o mil. Permaneció inmóvil bajo la luz del amanecer mientras escuchaba su propia respiración. A continuación, atravesó el patio y volvió a silbar. Los patos, irritados y hambrientos, se le acercaron con su característico balanceo, pero dejó que se las arreglaran solos y se dirigió al huerto. Sabía que debería sacrificar a uno de ellos, que era la razón por la que había empezado a criarlos, pero cuando llegaba el momento era incapaz de elegir a la víctima. Siempre pensaba que, llegado el caso, dejaría que fuese Nemo quien lo hiciera, ya que el lobo carecía de tantos escrúpulos.
Nemo.
Silbó de nuevo sin dejar de andar. El crujido de sus botas sobre la tierra caliza parecía sonar demasiado fuerte, y hasta tenía un débil eco en la ladera de la colina. Cada rama y roca desnuda resaltaba con toda claridad a la brillante luz del amanecer.
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