La ira se apoderó de S.T. Se apartó de un empujón del árbol, sin acordarse de la mano herida.
– ¡Te estoy pidiendo que esperes! -La frustración y el humo apagaron su grito, lo quebraron hasta convertirlo en un aullido roto-. Que tengas un poco de fe.
Leigh lo miró. Era tan bella, estaba tan distante, no había en ella ni rastro de devoción ni de cariño ni de aquiescencia. Él sabía lo que estaba pensando, lo que en aquel momento sentía.
– Deberías marcharte -dijo ella al fin.
– ¿Me esperarás?
Leigh dirigió la mirada hacia la casa, a aquella destrucción que había sido su hogar.
– No tengo adónde ir, ¿verdad?
– A la casa de tu prima. De Clara Patton, en Londres.
Con una extraña sacudida de la cabeza, como si quisiese despejar alguna bruma en su interior, dijo:
– He permitido que esto suceda. Me he hecho esto a mí misma. Yo lo sabía. Lo sabía y dejé que ocurriera.
El ataque de ira que él sentía se esfumó. Levantó ambas manos, apretó los dedos contra las mejillas de la joven; la mano vendada formó una pálida forma en la sombra del cuello de ella, y la besó.
– En Londres. Allí estaré.
S.T. notó cómo las lágrimas caían por las mejillas de Leigh. Caían frías sobre sus dedos quemados y le escocían.
– Vete -dijo ella, apartándolo de un empellón-. Vete ya.
S.T. dio un paso hacia ella, pero Leigh se volvió por completo. Dejó caer el cubo de agua y fue a grandes zancadas colina abajo, dejándolo con tan solo el húmedo rastro de sus lágrimas en las manos.
El hombre no apartó la vista de ella hasta que llegó a la máquina contra incendios. MacWhorter salió a su encuentro. El juez la miró y después dirigió la vista a lo alto de la colina.
En ella no había indulto alguno, solo una mirada fría que lo desafiaba a quedarse más tiempo en aquel lugar.
S.T. miró más allá del cadáver de Chilton. En sus proximidades yacía desnuda una espada que le era familiar. Bajó cojeando por la vertiente, recuperó el arma y descubrió el tricornio de borde plateado entre las sombras. Después tiró de su capa y la quitó de encima del cadáver de Chilton. Habían cerrado los ojos del predicador, pero su pálido rostro estaba iluminado por un extraño resplandor cobrizo procedente de las llamas.
– No vas a necesitar ningún abrigo en ese lugar al que vas -murmuró S.T. al tiempo que cogía la capa y se alejaba.
Nadie le prestó atención. En medio de todo aquel movimiento de siluetas y antorchas ya no fue capaz de distinguir a Leigh.
Se dio la vuelta y subió renqueando la colina para internarse en la oscuridad.
Capítulo 25
Tres meses eran suficientes. Tres meses inclinado sobre una hoguera, tintando en pleno invierno escocés, escondido en una cueva en lo alto de un valle angosto y empinado, eran más que suficientes. Puede que el príncipe Carlos Eduardo y sus seguidores descalzos de las tierras altas de Escocia encontrasen aquello entretenido, pero S.T. era lo suficientemente pobre de espíritu para sentirse completamente desdichado.
En otros tiempos se habría dirigido directamente a Londres antes de que la voz de alarma se extendiese lo suficiente para atraparlo, y se habría ocultado en las abarrotadas zonas de Covent Garden o St. Giles, donde sabía en quién podía confiar, a quién tenía que evitar y qué favores podía comprar con su oro. Pero no podía llegar tan lejos con Nemo con una pata herida, ni tampoco podía hacerlo él mientras le ardiesen el rostro y las manos, y la herida de la espada le causase aquel espantoso dolor en el muslo con cada paso que daba Mistral.
Ya no tenía la fuerza de voluntad necesaria. Ni siquiera sentía ya el deseo.
Así que se dirigió al norte en lugar de al sur. En la hendidura de una roca, cubierta por un manto de nieve y rodeada de oscuros pinos, él y Nemo cojeaban, gemían y se acurrucaban el uno junto al otro para mantenerse calientes. Cazaban furtivamente perdices y liebres blancas, y pescaban de vez en cuando alguna trucha remolona en una profunda poza del arroyo que pertenecía a algún desconocido terrateniente; completaban sus cenas con galletas de avena. Encontrar forraje para Mistral era todavía más difícil. Además de la avena que S.T. había traído consigo, el caballo tenía que comer liquen y escarbar para buscar hierba y helechos bajo la nieve que cubría ambas orillas del arroyo.
S.T. tenía frío. Tenía hambre. Se sentía solo. Era demasiado mayor para aquello.
Pasaba el tiempo sumido en sus pensamientos, y cuanto más pensaba, más se desesperaba. No podía tener a Leigh y quedarse en Inglaterra. No había ninguna esperanza de que eso sucediese. Si bien era cierto que poseía casas seguras, con su nombre real, siempre existía el riesgo de que alguien revelara quién era. Sobre todo ahora que Luton lo había visto y conocía su nombre, su rostro y su máscara. Si llevaba una vida temeraria en solitario solo corría riesgo él, pero vivir sabiendo que cada momento que pasase en compañía de Leigh ella corría el peligro de que la ahorcasen junto a él era una historia completamente distinta.
Solo quedaba el exilio; su única posibilidad era aquella vida absurda que llevaba cuando ella lo encontró rodeado de cuadros a medio acabar. Cuando trataba de imaginarse pidiéndole que renunciase a su futuro para unirse a él en el olvido, sabía que la humillación que eso suponía lo paralizaría.
Así que se retrasaba, no cumplía su promesa y estaba aterido y malhumorado. Cuando empezó el deshielo, montó a lomos de Mistral y se dirigió valle abajo con Nemo tras ellos. La herida del lobo había cicatrizado, pero la del muslo de S.T. todavía le causaba dolor. No sabía adónde se dirigía ni cuál era su objetivo, pero, vive Dios, no iba a esconderse de nuevo en una cueva helada, tal como había hecho para ponerse a salvo casi cuatro años atrás cuando se refugió en el Col du Noir.
Se sentía perdido, deprimido y sin rumbo. Viajó despacio, evitó las poblaciones y cruzó la frontera a través de las inhóspitas Cheviot Hills, en la región donde los ladrones de ganado hacían incursiones nocturnas y después desaparecían de nuevo entre las brumas.
Tras recorrer la zona y detenerse de vez en cuando en una granja solitaria para comprar comida a alguna taciturna granjera, llegó al sur, a los lagos de Westmoreland. Llevaba una semana de viaje cuando dejó atrás la sombría neblina de Shap Fell y se vio rodeado de una clara luz crepuscular; vislumbró el pueblo de Kendal, rodeado de su fértil valle y, de súbito, sintió el deseo de pasar la noche en una cama.
En Kendal nadie lo conocía. Lo había cruzado a caballo en un par de ocasiones, pero nunca se había detenido ni había utilizado su nombre; ni el suyo propio ni ningún otro.
Llamó con un silbido a Nemo, que andaba a la caza de ratones por el brezal. En las cercanías había tierras de cultivo y granjas. S.T. no podía dejar que el lobo anduviese libremente mientras él se alojaba en el pueblo. Con su desgastada chalina hizo un lazo y ató a Nemo a las bridas antes de montar de nuevo.
Cubierto por la negra capa y el sombrero de tres picos, y provisto de la espada, su aspecto era más o menos el de un caballero, siempre y cuando nadie se fijase demasiado en la mugre de su camisa de lino. Estiró los puños de encaje hasta sacarlos por debajo de la manga de la chaqueta, cambió los mitones por las manoplas con adornos de plata, sacudió el polvo del sombrero lo mejor que pudo, y se dispuso a parecer un excéntrico.
Nemo se mostró un tanto renuente a unirse al escaso tráfico que había en la carretera, pero tras mostrarse firme, el lobo accedió a caminar al lado de Mistral sobre las cuatro patas, en lugar de ser arrastrado sobre los cuartos traseros. Cuando habían recorrido media milla sin que apareciese la amenaza de una mujer, Nemo empezó a relajarse y a adelantarse al trote todo lo que la correa le permitía; se cruzaba en el camino de Mistral una y otra vez, y obligaba a S.T. a cambiar la brida de un lado a otro sobre la cabeza del caballo constantemente.
Nadie entre los escasos peatones ni entre aquellos que pasaban en carromatos de anchas ruedas pareció prestar atención a S.T. ni a su acompañante, pero al aproximarse a las afueras del pueblo, vieron una diligencia que avanzaba renqueante hacia ellos por la carretera. Cuando S.T. apartó a Mistral a un lado para dejarle paso, alguien que iba sobre el techo le gritó. Todos los pasajeros que iban en la parte superior se volvieron a mirarlo a la luz del crepúsculo, inclinados sobre el cartel que en la parte trasera del coche anunciaba el recorrido Lancaster-Kendal-Carlisle.
A Nemo no le hizo gracia tanta atención y saltó con un aullido hacia las ruedas del vehículo cuando este ya se alejaba. S.T. le habló con brusquedad y lo obligó a retroceder de un tirón, pero el lobo no dio señales de arrepentimiento; se limitó a darse la vuelta y volver a ocupar su sitio delante de Mistral con aire satisfecho.
El cuidado pueblo de Kendal todavía mostraba señales de actividad, pese a que la oscuridad ya estaba próxima. Las ventanas en las casas de caliza y escayola brillaban con luces que se reflejaban en el río. Allá arriba, dominándolo todo, se alzaban las negras ruinas de un castillo sobre una empinada colina al otro lado del pueblo. S.T. cabalgó bajo el cartel que anunciaba el servicio de correos, bajo el que tenía escrito el nombre de King's Arms. Desmontó en el patio de los establos y se sumó al grupo que había en torno a la oficina para preguntar por los paquetes que había traído la diligencia que acababa de partir.
Un diligente joven recorría la sala de espera y repartía un volante, a la vez que anunciaba a voz en grito:
– ¡Proclama! ¡Proclama! Aquí tenéis, señor. ¡Proclama!
Depositó una de las hojas en la mano de S.T., al tiempo que se apartaba del gruñido de advertencia de Nemo y mostraba su buen humor con una sonrisa. S.T. bajó la vista a la hoja de papel.
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