Bruno y Lidia no habían pasado por el altar, como había hecho ella, y dudaba que lo hicieran. Su situación era diferente, pero no le cabía la menor duda de que, aunque Lidia lo negara, estaba tan cegada por Bruno como él por ella.

Hacía ya más de nueve meses desde que se había unido a aquel pintoresco grupo, y cada día que pasaba estaba más feliz de pertenecer a él. Los dos primeros meses había buscado desesperadamente a su amado Fenton junto a sus nuevos amigos. Había intentado localizarlo, saber de él, liberarlo… Pero todo había sido inútil.

Y, al tercer mes, el mundo se le vino abajo cuando, tras el ataque de Las Cañadas, se encontró con un viejo amigo de su marido, Samuel Le Fol, que le comunicó antes de morir desangrado que Fenton había perecido días antes a manos de uno de los hombres de Dimas Deceus y había sido arrojado a una fosa común.

Saber aquella noticia la hizo caer en una desesperación sin fin. Penelope quiso morir. Quiso desaparecer de este horrible mundo. Quiso dejar de respirar. Pero, gracias a Lidia, Gaúl, Risco, Bruno y Dracela, que se ocuparon de ella día y noche, con el paso de los días consiguió remontar su pena y aceptar que debía vivir, aun sin su esposo.

Apenas hablaba, ni comía, ni cooperaba en nada. Sólo se dedicaba a seguirlos allá donde fueran como una alma en pena y a permanecer oculta mientras ellos luchaban, con la esperanza de que una espada envenenada se cruzara en su camino para al fin poder reunirse con su amado Fenton. Con su amor.

Pasó un tiempo y un día, sin saber por qué, al oír la respiración cansada de Bruno en pleno combate para liberar a unos rehenes, una extraña fuerza levantó a Penelope de donde estaba, y acto seguido cogió la espada de un caído y se unió a la lucha.

Mientras combatía con torpeza, pensó con rabia en la tristeza que Lidia debía de haber sentido al descubrir a sus padres y a su hermana muertos. En la desesperación de Gaúl, al ver a su amada asesinada, y en la rabia y el desasosiego que debía de haber vivido Bruno al ver la vida truncada de su hermana; en la furia de Risco al saber que sus padres nunca más lo besarían…

Ella no era la única que había perdido a un ser querido.

Ella no era la única que había vivido una tragedia.

Por todo ello, aquel día, una nueva y dura Penelope resurgió de su interior. Decidió continuar adelante con su vida, como Fenton habría deseado, e intentar recordar lo menos posible un pasado que nunca regresaría.

Ayudaría a todo aquel que la necesitara, como la habían ayudado a ella, y sobre todo dejaría de ser un lastre para el grupo y se uniría a la lucha de encontrar a Dimas Deceus, aquel malnacido que tanto daño había causado.

Todo el grupo se unió para instruirla en el combate. Lidia le enseñó a empuñar una espada, Bruno a esquivar golpes, Gaúl a caer y a levantarse del suelo con celeridad, y Risco a rastrear. En aquellos meses, había pasado de ser una simple mujer de su casa a convertirse en una guerrera a la que respetar.

Los días pasaron y el agotamiento era cada vez más latente. Necesitaban recobrar fuerzas para continuar con su lucha y, gracias a la llave élfica que Penelope portaba, los cinco, junto a la dragona, traspasaron sin peligro las defensas druidas de Boslo, y aquel mundo mágico e imposible de visitar para el resto de los humanos los acogió sin hacer preguntas.

Durante los días que estuvieron allí aprendieron la sabiduría ya olvidada de muchos de los maestros Melieros, y Penelope, la más torpe e inexperta de todos, se llenó de fuerza, coraje y valor.

Muchos fueron los atardeces en que la nueva Penelope paseó con el maestro Thor Kile, el hombre que en su mundo le había regalado la llave élfica tras ayudarlo desinteresadamente. No había nada más sabio que escuchar y aprender de un maestro como aquél, que poseía un gran conocimiento del saber.

El día que abandonaron las defensas druidas, Thor Kile, el gran maestro Meliero, entregó a cada uno de ellos, excepto a Penelope, que ya la tenía, una llave élfica en señal de su confianza. Así podrían traspasar las defensas druidas y usar la magia que la llave les proporcionaba en el Gran Pantano siempre que lo necesitaran.

El maestro Thor miró a Penelope y susurró:

—En tu camino encontrarás lo que sueñas. No será fácil el recorrido, pero la finalidad del mismo será tu gran recompensa.

Ella sonrió y asintió, comprendiendo que, tarde o temprano, la paz llegaría a su pueblo y, en especial, a su magullado corazón.

El agotado grupo, que un día había llegado a aquel lugar mágico, regresó a su mundo con fuerza, serenidad y, sobre todo, con unión tras abandonar la seguridad de los druidas.

Días después, gentes del mundo de La Piedra Alaya se les unieron, lo que los convirtió en un gran grupo de ataque contra Dimas Deceus. Todos tenían un mismo fin: acabar con su terrible injusticia y recuperar la paz.

Regresando de sus pensamientos, Penelope miró a su derecha. Allí, Gaúl recogía sus mantas del suelo mientras, más allá, varias personas preparaban en un enorme caldero unas gachas para desayunar.

En ese momento una sombra proveniente del cielo la hizo mirar hacia lo alto y sonrió al ver llegar a Dracela, la dragona alada tan temida por el enemigo pero tan querida por su gente.

Tras sobrevolar a sus amigos, que vitorearon al verla, la dragona se posó en el suelo y, mirando a la joven que limpiaba su espada sobre una piedra, la saludó.

—Buenos días, Penelope. ¿Has dormido bien?

La joven asintió.

—Sí. Todo lo bien que el frío me ha dejado.

Gaúl se acercó hasta el fuego y, tras llenar dos cazos de gachas, caminó hacia ellas y le entregó un cazo a Penelope.

—Yo he desayunado dos jabalís y un tierno cordero —dijo la dragona al verlos comer.

—Te cuidas que da gusto —sonrió Gaúl.

—Sí, amigo —rio Dracela—. Reconozco que hoy he tenido una buena caza. Por cierto, ¿dónde está la jefa?

—Lavándose en el riachuelo —informó Penelope.

Los dos humanos y la dragona charlaron animadamente durante un rato, hasta que de pronto los tres se fijaron en que Bruno Pezzia pasaba ante ellos con el entrecejo fruncido.

—¿Qué le ocurre a nuestro rompecorazones? —preguntó la dragona.

Gaúl, que se había percatado de lo ocurrido, sonrió, y Penelope murmuró sin querer ahondar en el tema:

—Lo de siempre.

Dracela asintió con la cabeza.

—No he conocido a otro hombre con tanta paciencia.

—Porque está enamorado —declaró Penelope—. Si no lo estuviera, te aseguro que la paciencia ya se le habría agotado.

Gaúl asintió. El pobre Bruno se iba a volver loco con Lidia. Hasta él había dejado de entenderla.

—Si yo fuera él —dijo—, ya habría perdido la paciencia y miraría a otra mujer, aunque sólo fuera para jorobarla.

La dragona soltó una carcajada que retumbó a su alrededor y, bajando la voz para que nadie más la oyera, murmuró:

—Sería interesante que lo hiciera para comprobar la reacción de nuestra cabezota guerrera.

—Ya lo creo —se mofó Gaúl riendo con ganas.

Bruno, que tenía un oído muy fino, se llenó un cazo con gachas y caminó hasta el lugar donde se encontraban sus amigos.

—Os estoy oyendo, y me preguntaba si os sería muy difícil hablar de vuestras propias vidas y dejar en paz las de los demás. ¿Qué os parece la sugerencia?

Gaúl, animado, se disponía a contestar cuando vio por el rabillo del ojo llegar a la enana Tharisa, el amor secreto de Risco. Una rechoncha y azulada mujercita que, tras ser encontrada medio muerta por Bruno en uno de sus viajes por el riachuelo del Doncel y revivirla, bebía los vientos por su salvador. El guapo Pezzia, como ella lo llamaba.

Como era de esperar, tras la azulada enana caminaba Risco. El pobre se desvivía por ella, pero no conseguía atraer su atención. Tharisa sólo tenía ojos para su Pezzia.

—Buenos días, guapo Pezzia —pestañeó la enana—. Ha sido verte y parece que el sol reluce con más ganas, felicidad y optimismo.

—Buenos días, Tharisa —la saludó él aún ceñudo mientras clavaba la mirada en sus amigos para que no se rieran.

Risco suspiró al oír las dulces palabras de la enana. Por más que se estiraba para parecer más alto y se atusaba, no conseguía atraer la atención de su amada. Se moría por oír cómo le dirigía una palabra bonita.

—¿Qué te pasa, guapo Pezzia? Te noto alterado, furioso, irritable y con pocas ganas de sonreír —insistió la pequeña, deseosa de conversación.

Dracela, que observaba la escena junto a sus amigos, apoyó la cabeza sobre una de sus patas y respondió reprimiendo una sonrisa:

—Creo que, simplemente, hoy Bruno tiene el día nublado.

Al oír eso, el aludido se volvió hacia la dragona.

—El día nublado lo tiene una que yo me sé —siseó tajante—. Qué mujer más incómoda y difícil… A veces la cogería por el cuello y no sé qué le haría.

—Lo que tienes que hacer es darle a probar de su propia medicina —apuntó Penelope—. Un poco de indiferencia y sonrisitas a otras féminas seguro que le darán que pensar.

Todos la miraron sorprendidos. ¿Cómo podía sugerir eso la dulce Penelope?

Y, soltando una risotada, la joven cuchicheó:

—Si yo fuera tú, lo haría, Bruno.

El apuesto guerrero, sabedor de que Penelope nunca daba malos consejos, repuso:

—Quizá algún día lo haga.

—Hazle saber que ya no crees que ella sea tu destino —susurró Penelope.

—Cada día dudo más que ella sea mi destino —declaró Bruno.

—Ay, guapo Pezzia —tercio la enana—, si abrieras los ojos y miraras a tu alrededor, te aseguro que encontrarías a más de una mujer que se muere por tus huesos.

—No lo dudo —se mofó Risco.

Bruno sonrió. Tharisa era un encanto de chica, pero no era su tipo y, tras agacharse para quedar a su altura, susurró: