Tras acampar y levantar varias tiendas, los guerreros de Dimas incitaron al cocinero a que preparase en una gran olla una especie de caldo que les calentara el cuerpo. Lo necesitaban. Estaban muertos de frío y agotamiento, y no se percataron de la docena de ojos que los observaban en la oscuridad.
Una vez Lidia y los demás acordaron lo que iban a hacer, se desplegaron por el bosque. Al ver a Bruno, la guerrera se dirigió hacia él como siempre hacía antes de un ataque. Él, en cambio, no le dio su habitual beso de buena suerte, sino que simplemente la miró y dijo:
—Ten cuidado.
Ella asintió y lo observó alejarse. Sin duda debería hacer algo para resolver aquello, pero de momento debía seguir con el plan, y corrió junto a Penelope a su posición.
Los guerreros de Dimas reían y hablaban, y no se percataron de que un enano azul se infiltraba entre ellos caminando con seguridad.
Risco observó todo a su alrededor. Varios enanos como él corrían de un lugar para otro portando lonas y enseres y, para no levantar sospechas, él sólo tuvo que coger una lona más. Su fino olfato lo condujo hasta el lugar donde el cocinero preparaba la cena para los guerreros pero, cuando apenas le quedaban unos pasos para llegar hasta él y cumplir su cometido, unas fuertes manos lo agarraron por el cuello.
—Tú, enano apestoso —dijo una voz de hombre—. Mueve esas ridículas patitas que tienes y tráeme rápidamente unas mantas secas, si no quieres que te arranque tu azulada piel a tiras.
Risco lo miró y deseó asestarle un puñetazo a aquel tipo que lo trataba con tanto desprecio, pero antes de que pudiera responder, el otro lo lanzó contra el suelo y gritó:
—¿Quién te ha dado permiso para mirarme?
Lo siguiente que notó fue una fuerte patada en el estómago, y el pobre Risco se encogió en dos. Quiso respirar, pero el golpe había sido tan brutal que incluso coger aire le resultaba imposible.
—Enano de mierda. Qué asco me das —gritó el salvaje guerrero.
Y, cuando se preparaba para patearle la cabeza y Risco fue consciente de que iba a morir bajo el pisotón de aquél, una voz profunda dijo a su izquierda para llamar la atención del agresor:
—Es vergonzoso ver cómo un supuesto guerrero maltrata a un enano sólo por creerse superior. Sácame a mí de aquí y pelea conmigo. Estoy seguro de que serías tú el que mordería el polvo.
Desde su posición en el suelo, Risco miró al hombre que acababa de salvarle la vida. La oscuridad no le permitía ver con claridad su rostro, pero supo que se trataba de un prisionero. El guerrero rápidamente se olvidó del enano. ¿Quién osaba a hablarle así? Y, con toda su furia, se encaminó hacia la carreta mientras gritaba descompuesto empuñando su espada:
—¡Cállate, monstruo!
—¿Monstruo? —exclamó el prisionero—. ¿Quién es más monstruo aquí de los dos?
El guerrero, cada vez más enfadado, se detuvo frente a la carreta y comenzó a vociferar.
—¡No te mato ahora mismo porque para mi señor Dimas eres mercancía que vender! ¡De lo contrario, te sacaba de la jaula y te cortaba tu apestosa cabeza!
El gruñido angustioso del prisionero fue lo suficientemente poderoso como para envenenar aún más al guerrero, que metió las manos rápidamente entre las maderas, agarró al hombre y, dándole un golpe brutal contra los barrotes de la carreta, lo hizo sangrar como a un cerdo ante el horror de Risco.
—Allá adonde vayas serás tratado como lo que eres, ¡un monstruo deforme! —gritó el guerrero soltándolo.
Sin tiempo que perder, Risco se levantó del suelo y huyó lo más rápido que pudo. Le habría gustado auxiliar a aquel que lo había ayudado, más tarde regresaría, pero ahora era necesario seguir con el plan.
Sorteando a varios enanos que se afanaban en levantar unos toldos para que los guerreros no se mojaran, Risco llegó hasta donde el cocinero estaba preparando el rancho.
—Eh, tú…, enano asqueroso —lo llamó el cocinero.
Rápidamente Risco se acercó a él. Ésa era su oportunidad.
—Tráeme de esa caja el pan duro para echarle a la sopa. ¡Pero ya!
Sin tiempo que perder, el enano localizó la caja. Tras mirar a ambos lados y ver que nadie lo observaba, sacó con disimulo el brebaje que llevaba consigo y lo vertió sobre el pan. Después se lo llevó al cocinero, que, sin mirarlo, lo echó en el caldero.
Una vez cumplida su misión, el enano azul caminó con disimulo por el campamento hasta desaparecer tras un árbol que lo ocultó lo suficiente para luego huir rápidamente de allí. Ahora sólo había que esperar.
Cuando la calma parecía reinar en el campamento de Dimas, Lidia y su gente los rodearon. Como anteriormente había hecho Risco, el enano volvió a moverse por el campamento para comprobar que el brebaje había hecho efecto. Ver cómo todos aquellos guerreros se movían con torpeza y lentitud lo hizo sonreír.
Dio un silbido y, pocos segundos después, Lidia y los suyos atacaron y se hicieron con el campamento en un santiamén. Los guerreros estaban torpes y resultó fácil acabar con la treintena. Sólo alguno que no había tomado la sopa les presentó batalla, pero le fue inútil. La ferocidad de los otros pudo con él.
—Así da gusto —dijo Bruno mientras metía las espadas de aquéllos en un gran saco.
—Ha sido el enfrentamiento más sencillo que hemos mantenido hasta ahora —sonrió Penelope mientras recogía los arcos para meterlos en otro saco.
Más tarde, las armas incautadas se repartirían entre su gente.
—Creo que hemos encontrado un buen aliado en el brebaje que preparó la bella Tharisa —rio Gaúl, y con picardía añadió—: Guapo Pezzia, deberías regalarle un besito…
—Calla y no la líes más —se mofó Penelope al ver cómo lo miraba Bruno.
Una vez acabaron de recoger las armas, Penelope comprendió que algo grave había pasado entre Lidia y él. No se habían acercado el uno al otro tras acabar la contienda y eso era raro. Muy raro. En especial, por Bruno, que siempre se preocupaba porque ella estuviera bien.
—Ya os dije que esa pequeña, rechoncha y fea enana azul tiene toda la pinta de ser una buena bruja —rio Risco.
De pronto, una colleja con la mano abierta de la susodicha cayó sobre la pequeña cabeza del enano y lo hizo maldecir.
Gaúl, Penelope y Bruno sonrieron con humor al presenciar la escena.
—Has sido un valeroso y esforzado enano, ¡pero no vuelvas a hablarme en tu vida! —espetó Tharisa.
—Vamos, no seas tan dura con él —terció Bruno—. Gracias a él y también a ti, hemos conseguido nuestro propósito. Los dos formáis un buen equipo.
Risco se estiró al sentirse importante, y la enana pestañeó mirando a su amado Pezzia.
—El problema será volver a encontrar la esencia dulce —murmuró ella—. Gasté toda la que tenía para este trabajo y ya no tengo más.
—No te preocupes. Encontraremos el modo de conseguirla —señaló Penelope cargando arcos.
—Tú sólo dinos dónde tenemos que ir a por ella e iremos, ¿verdad, Bruno? —Sonrió Gaúl.
Al oírlo, el guerrero sonrió pero no contestó, lo que extrañó a su amigo.
Pestañeando, Tharisa se acercó entonces hasta el gallardo Pezzia y, tras ponerse de puntillas para parecer más alta, murmuró con voz sensual, lo que hizo sonreír a Penelope:
—La esencia dulce sólo crece en las noches de luna llena bajo los robles de más de trescientos años. —Bruno se agachó para oírla mejor y, tras retirarse los cuatro pelos que le caían sobre la frente con coquetería, la enana prosiguió—: Para hacerse con ella hay que seguir tres cuidadosos pasos, guapo Pezzia.
—Qué interesante —asintió Bruno—. Y ¿qué pasos son ésos?
Consciente de que había conseguido toda la atención de su enamorado, y en especial su cercanía, Tharisa dio un paso más hacia él y susurró:
—El primero, localizar el roble. El segundo, esperar a que llegue la noche de luna llena, y el tercero, al sentirla brotar arrancarla antes de que la flor se vuelva violeta.
—Ningún problema, Tharisa. Así lo haremos —asintió Gaúl.
De pronto, una extraña lluvia dorada cayó sobre la cara de Bruno.
—Tharisa —señaló él—, ¿te han dicho alguna vez que tienes unos ojos preciosos y un cabello muy sedoso?
Entonces, Gaúl y Penelope lo miraron sorprendidos. ¿A qué venía eso de unos ojos preciosos y un cabello sedoso cuando la enana tenía los ojos saltones y cuatro pelos mal puestos?
—Oh…, oh… Eso no ha estado bien —susurró Risco al ver lo que aquélla acababa de hacer.
—No…, nada bien —convino Gaúl mientras miraba a su amigo, que sonreía como un bobo.
—Y se va a poner peor —murmuró Penelope al ver acercarse a Lidia.
La enana, al oír aquel piropo del hombre que ocupaba gran parte de sus sueños, suspiró y, acercándose más a él, murmuró con voz sensual:
—Guapo Pezzia, ¿me darías un beso?… Sólo un beso.
Durante varios segundos, Tharisa y el apuesto guerrero se miraron a los ojos. Gaúl arrugó la frente con gesto horrorizado. El beso era inminente, hasta que de pronto Bruno notó un golpe en la espalda que lo hizo caer de bruces. Eso lo despertó. ¿Qué hacía en el suelo?
Molesto por aquel empujón, se volvió dispuesto a luchar, pero se encontró con el gesto ceñudo de Lidia, que le dijo en tono serio:
—¿Serías tan amable, guapo Pezzia, de ir a liberar a los prisioneros y dejar de hacer el tonto?
Al intuir lo ocurrido, Bruno miró a la enana. Ésta, sin embargo, se encogió de hombros, levantó sus manitas azuladas en el aire y murmuró:
—Yo no he hecho nada.
Bruno resopló. Las jugarretas de Tharisa cada día eran más continuas y, sin ganas de protestar, ni de sonreír, dio media vuelta y se marchó dispuesto a cumplir su cometido.
Todos miraron entonces a la jefa. ¿Por qué había sido tan bruta con Bruno?
Pero Lidia, despechada por todo lo ocurrido en las últimas horas, clavó su mirada en la pequeña enana, que la observaba con gesto confundido, e indicó:
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