Después de torturar y matar a dos de los hombres que había apresado junto a Gaúl, y con la llave élfica en su poder, se encaminó hacia el Túmulo.

Entrar en el Gran Pantano fue una dura decisión. Sabía que, una vez allí, muchos de sus guerreros causarían baja, pero eso no le importó. Quería apresar y matar a aquellos que durante los últimos meses habían frustrado sus planes con los prisioneros.

Como bien había previsto, muchos de sus guerreros perdieron la vida al internarse en aquel paraje, pero su ejército era numeroso y no le importó. Incansablemente se fue acercando hasta el Túmulo y, una vez llegó ante la enorme piedra oscura, hizo llevar a Gaúl hasta él.

Éste, al que habían apaleado sus salvajes guerreros, fue llevado ante él. Sus hombres lo arrojaron a los pies de su tenebroso caballo y, tras desmontar, Dimas se agachó, lo cogió del pelo para que lo mirara y gritó mientras se sacaba un pequeño puñal de su cinto:

—El enano dijo que tus amigos vendrían hacia aquí, ¿dónde están?

Agotado y apenas sin fuerzas, Gaúl lo miró y, dispuesto a morir antes de delatarlos, repuso:

—No lo sé. Se habrán marchado. No lo sé.

La punta del puñal se clavó entonces en la parte baja de su espalda y ascendió rasgando su carne. Gaúl gritó de dolor. Dimas era un torturador y disfrutaba haciéndolo.

Una vez retiró el puñal de su espalda y la sangre corría por ella, siseó:

—Sé que, gracias a la llave élfica, puedes abrir una grieta en el Túmulo, ¿no es así?

Aquello sorprendió a Gaúl. ¿Cómo lo sabía? Sin embargo, no respondió.

—¡Hazlo ahora mismo o mataré a otro de tus hombres! —vociferó Dimas y, cogiendo al bueno de Mauled, que sangraba como él, añadió—: Mataré a este hombre ante ti y tras él morirán todos los demás.

—Noooo —jadeó Gaúl horrorizado.

Complacido por su reacción, Dimas insistió:

—Y, si aun así no haces lo que te pido, juro por la memoria de mi madre que te sacaré primero un ojo, después el otro, y posteriormente te iré arrancando todas y cada una de las partes de tu cuerpo, infligiéndote el mayor dolor que se le puede causar a un desgraciado como tú. Morirás…, pero antes tendrás que soportar una terrible agonía que yo disfrutaré.

Gaúl lo miró con inquina. Después observó a Mauled, y éste le hizo saber con una mirada que estaba preparado para morir. El corazón de Gaúl se desbocó. Lo que le hicieran a él no le importaba. Moriría gallardamente por su causa. Pero no sabía si podría soportar ver cómo mataban cruelmente a sus hombres ante él.

—¡Escoria! —aulló con las pocas fuerzas que le quedaban—. Eres un malnacido al que espero que tras mi muerte le hagan pagar todo el mal que ha ocasionado con tanta crueldad.

Pero Gaúl ya no pudo decir más, puesto que Dimas le cruzó la cara de un puñetazo. Con la sangre chorreándole por la boca, escupió y, sin un ápice de piedad, el villano lo cogió por el pelo y tiró de su cabeza hacia atrás.

—Abre la grieta o ese hombre morirá —rugió.

De nuevo, su mirada se encontró con la de Mauled y éste asintió. A pesar de su aturdimiento, Gaúl intentó pensar con rapidez.

Si comenzaba a decir las palabras mágicas, la tierra del Túmulo se movería y eso haría sospechar a Lidia y al resto de sus amigos. Si ellos entendían su mensaje, saldrían rápidamente de allí y se internarían de nuevo en el Gran Pantano hasta llegar a la Gran Cascada.

Aquella cascada era un lugar seguro para ellos, pero no para los hombres de Dimas, que irían directamente al infierno. Era su única oportunidad. Necesitaba hacer aquello si no quería ver cómo abrían en canal a Mauled.

Así pues, tomando entre sus ensangrentadas manos la llave élfica que Dimas Deceus le tendía, comenzó a murmurar muy lentamente las mágicas palabras, mientras rezaba porque sus amigos entendieran su mensaje.

En el interior del Túmulo, Lidia ya estaba más tranquila.

Las palabras de Bruno, su cariño y su insistencia al asegurarle que encontrarían a Gaúl le hicieron ver, sentir y entender que así sería. Ni ella, ni sus amigos lo abandonarían.

Pero la tranquilidad le duró poco. De pronto, la tierra del Túmulo comenzó a temblar y la gente gritó asustada. Lidia, Penelope y Bruno se miraron. Aquello sólo ocurría utilizando la magia de una llave élfica, y Gaúl era el único que podía tener una. Su rostro se iluminó. Su amigo estaba vivo. Estaba allí.

Durante varios segundos esperaron a que una grieta se abriera en la piedra, pero tan pronto una pequeña rendija amenazaba con abrirse, comenzaba a cerrarse de nuevo.

¿Qué ocurría?

Después de tres veces, mientras la gente gritaba asustada a su alrededor, los tres intuyeron que algo iba mal. Gaúl, al igual que ellos, era capaz de abrir la grieta en el Túmulo sin ningún problema. ¿Por qué no lo hacía entonces?

—Esto no me gusta —susurró Bruno al ver cómo la tierra se sacudía de nuevo.

Penelope estuvo de acuerdo con él, y Lidia tocó su llave y dijo:

—Yo abriré la grieta.

—No —replicó Bruno sorprendiéndolas a ambas—. Espera. Quizá lo esté haciendo adrede.

Lidia lo miró con gesto serio.

—Algo le ocurre a Gaúl —afirmó Penelope—. Él sabe abrir la grieta tan bien como nosotros.

Angustiada al intuir que algo iba mal, Lidia se acercó hasta la pequeña rendija que llegaba hasta el suelo, aguzó la vista y, al ver algo en una décima de segundo, se le heló el corazón.

Al otro lado de la grieta, a escasos metros de ella, estaba Dimas Deceus con su ejército y, ante todos ellos, un ensangrentado Gaúl con la llave élfica en la mano.

—¡Nooooooo!

—¿Qué ocurre? —preguntó Bruno acercándose.

—No puede ser —gimió Lidia mirándolo.

Al siguiente movimiento de tierra, Bruno se colocó en el mismo sitio donde momentos antes se había situado la guerrera y, al contactar con la mirada de Gaúl y entender lo que aquél le estaba queriendo decir, maldijo y se volvió hacia las dos mujeres.

—Nos está avisando y dando tiempo para huir —declaró Bruno—. Saquemos a esta gente de aquí y llevémosla al refugio de la Gran Cascada. Después regresaremos a por él.

Temblorosa por ver el rostro ensangrentado de Gaúl, —Lidia murmuró— Id vosotros. Yo me quedaré aquí y lucharé con Dimas.

—Ni lo sueñes, cielo —aclaró Bruno mirándola.

La guerrera protestó al oírlo.

—Hay que sacar a esta gente de aquí.

Bruno era consciente de que tenía razón, pero no era capaz de marcharse, por lo que replicó:

—Lo sé. Pero o vienes tú o yo de aquí no me muevo. Y, te guste o no, lo mejor es salir y llevarlos a nuestro terreno. ¡Piénsalo!

Penelope, que acababa de ver lo que sus amigos habían visto ante un nuevo temblor de la tierra, se volvió hacia ellos.

—Lidia —terció—, lo más inteligente es hacer lo que dice Bruno. En el pantano podremos manejarnos bien y, al llegar a la Gran Cascada, todos estaremos a salvo. Conocemos el terreno y Gaúl lo sabe. La única manera de ayudarlo a él y al resto de los hombres es salir de aquí y meter al ejército de Dimas en el pantano de nuevo.

—Pero ellos…

—Es lo que están pidiendo —sentenció Bruno—. Gaúl y el resto de los hombres están dando su vida por nosotros y, si lo que quieres es ayudarlos, debemos salir de aquí para intentarlo.

Nerviosa, Lidia comenzó a caminar de un lado a otro del tembloroso Túmulo. Penelope la agarró entonces del brazo.

—Haznos caso, Lidia. Es lo mejor. Hazlo por ellos, no por ti.

Finalmente, con el corazón encogido, la joven asintió. Sabía que Gaúl quería que hiciera aquello y que era la mejor opción. Pero ver a su amigo golpeado y ensangrentado podía con su razón.

No obstante, comportándose como la guerrera que era, respiró hondo y gritó volviéndose hacia las docenas de ojos asustados que la observaban:

—Escuchadme todos. Dimas Deceus está al otro lado de la puerta con su ejército y Gaúl, junto a algunos de nuestros hombres, también. La tierra está temblando porque Gaúl nos está avisando de que debemos salir de aquí y regresar al Gran Pantano hasta encontrar la Gran Cascada.

Los allí presentes comenzaron a chillar de nuevo desconcertados. Lidia prosiguió:

—Sé que teméis el Gran Pantano. Sabéis que es un lugar duro, plagado de inseguridades y peligros. Y, creedme, es cierto. Pero las llaves élficas nos protegerán. Seguid nuestras instrucciones como lo habéis hecho antes y no ocurrirá nada. Sin embargo, en esta ocasión os pido más colaboración. Esta parte del pantano es la peor: debéis taparos los ojos con un trozo de tela para que la visión no os traicione y os convirtáis en piedra. Después os cogeréis de las manos y no os soltaréis los unos de los otros bajo ningún concepto.

—¿Y vosotros? —preguntó Tharisa, preocupada junto a Risco.

—Las llaves élficas nos protegerán. No nos pasará nada —prosiguió Bruno—. Debéis tranquilizaros y confiar en nosotros. Y, sobre todo, recordad que debéis seguid caminando pase lo que pase y oigáis lo que oigáis, y nunca os destapéis los ojos. ¿Lo habéis entendido?

El enano Risco, poseedor de una llave élfica, miró a la Tharisa y, estirándose, dijo:

—Tomaré tu mano y no te soltaré. Confía en mí, preciosa.

Ella sonrió, con el corazón de nuevo blindado, ahora por él.

—De acuerdo, guapo Mancuerda —Susurró pestañeando.

Al oír eso, Bruno sonrió y, tras cruzar una mirada con Risco, ordenó:

—Vamos. Cubríos todos los ojos.

Atemorizados, todos comenzaron a arrancarse rápidamente trozos de tela de sus harapientas ropas para vendarse los ojos.

—Ven, enana bonita —repitió Risco mirando a Tharisa, que, ahora con su corazón liberado del amor que había sentido por el guapo Pezzia, miraba al enano con ojitos brillantes—. Yo taparé tus preciosos ojos. Y, no te asustes, te agarraré con fuerza y nunca, en ningún momento, te soltaré.