Tharisa sonrió, aunque estaba tan asustada que apenas si podía pronunciar palabra.
—Yo no necesito cubrirme los ojos —dijo de pronto el hombre encapuchado.
Bruno lo miró.
—Has de hacerlo o morirás —repuso.
—Lo dudo —murmuró el otro.
Penelope insistió:
—No es momento para tonterías. ¿Te tapas los ojos tú o te los tapo yo?
Fenton blasfemó y Bruno se encogió de hombros.
—Tú eliges, amigo —dijo.
Al final, Fenton dio su brazo a torcer y, tras coger un trozo de tela que Bruno le entregaba, se vendó los ojos. No le quedaba otra si no quería que Penelope lo hiciera.
Mientras todos se cubrían los ojos, Lidia observaba fijamente la grieta que una y otra vez intentaba abrirse ante ellos. Su mirada y la de Gaúl conectaron de nuevo, y ella le hizo saber lo que iban a hacer.
Por primera vez en aquel odioso día, Gaúl sonrió al entender el mensaje de su amiga. No importaban los latigazos que el tal Dimas le diera en la espalda. Había conseguido su propósito y se sintió feliz por ello.
Una vez Penelope comprobó que todos se habían tapado los ojos con las telas, avisó a Bruno y a Lidia y, con una facilidad pasmosa, abrieron una grieta en la parte de atrás del Túmulo.
Con celeridad, Bruno guio a las gentes a través de ella y, justo cuando salía el último y la rendija se cerraba de nuevo, Gaúl la abría por su lado para Dimas Deceus.
El silencio del Gran Pantano los envolvió entonces. Sólo se oían sus respiraciones aceleradas, pero los dantescos sucesos de aquel mágico lugar no se hicieron esperar.
De pronto, tentadores cantos de sirena llegaron a los oídos de los hombres intentando atraerlos para hacerse con sus almas, y pequeñas voces de niños pidiendo ayuda consumieron las entrañas de las mujeres.
Ruidos fieros, de lucha, angustia y agonía los asustaban, pero todos continuaron su camino sin soltarse de las manos. Podían oír pero no ver, lo que les facilitaba el camino. Si en algún momento alguno se soltaba de la mano de otro, las almas perdidas del pantano o sus miserias los agarrarían y tirarían de ellos hasta acabar con su vida.
Fenton iba cogido de la mano de Tharisa. De pronto, la enana tropezó. Sin poder evitarlo, las manos de ambos se soltaron y, justo cuando el hombre iba a quitarse la venda de los ojos, dispuesto a defenderse de los cientos de voces e insultos que oía a su alrededor, la mano suave de una mujer lo agarró.
—Sigue tu camino —dijo ésta—. Yo sigo aquí —y volvió a juntar la mano de la enana con la de él.
Fenton se paralizó. Había tocado las manos de su amada Penelope. Su tacto, su suavidad hicieron que su corazón palpitara como hacía mucho que no sentía y, al volver a tener la mano de la pequeña enana en la suya, la agarró con fuerza y continuó su camino. Debía seguir. Por él. Por ella. Por toda aquella gente.
Lidia silbó entonces y al instante vio aparecer a Dracela.
—Estoy aquí, jefa —dijo la dragona.
—Dracela, cuánto me alegro de verte —sonrió ella emocionada.
La dragona, ajena a todo lo que estaba ocurriendo, murmuró:
—Tengo malas noticias. Ni Gaúl ni los guerreros están en el refugio del…
—Lo sé —asintió Lidia con pesar. Y, sin tiempo que perder, agregó—. Risco abre la comitiva. Entre los dos, guiad a esta gente hasta la Gran Cascada y esperadnos allí. Dimas y su ejército están en el interior del Túmulo y tienen a Gaúl y a nuestros hombres.
—Oh, Dios mío —balbuceó Dracela preocupada.
—Penelope, Bruno y yo nos quedaremos aquí —prosiguió Lidia—. Gaúl abrirá una grieta para que salgan al Gran Pantano de nuevo, y entonces, sin duda, Dimas y sus hombres morirán.
—De acuerdo —asintió la dragona. En el acto, se volvió y gritó con su voz rotunda—: Continuemos, amigos, ya queda poco.
Fenton, que había oído la conversación entre la cazarrecompensas y la dragona, se inquietó. ¿Cómo dejar a su mujer? Por ello, no lo dudó, e intentando soltarse de la mano de la enana, declaró:
—Yo os acompañaré. Sé luchar, y mi ayuda os será de utilidad.
Al oír al hombre encapuchado que apenas si había abierto la boca en aquellos días, Lidia lo tomó rápidamente de la mano y repuso:
—Me alegra saber que quieres ayudarnos, pero la crueldad del Gran Pantano podrá contigo. Más que una ayuda, serás un estorbo. Sigue con el resto…, será lo mejor.
Sin embargo, el hombre no estaba dispuesto a darse por vencido y, apretándole la mano, murmuró mientras se quitaba la venda de los ojos y veía a su alrededor cientos de almas incandescentes flotar junto a todos los que llevaban los ojos tapados:
—Soy un guerrero y nunca rehuiré la lucha.
Lidia lo miró y él afirmó juntando la mano de la enana con la del hombre que estaba a su lado:
—Nunca he sido un cobarde y ahora no lo seré. Confía en mí.
Al ver que Fenton se había soltado de la mano de Tharisa, Bruno corrió hacia él cuando lo oyó decir:
—Dudo mucho que el Gran Pantano pueda encarnizarse más conmigo. Dimas Deceus me ha arruinado la existencia. Me ha robado todo lo que fui. Ha conseguido que desee morir cada instante del día, y ahora yo sólo deseo verlo morir a él, aunque sea lo último que vea en mi miserable vida.
Lidia se dispuso a replicar:
—Pero…
—No —la cortó él—. No tengo por lo que vivir. Déjame ayudaros y moriré feliz.
Conmovida por la crueldad y la sinceridad de sus palabras, la guerrera apretó la mano del encapuchado.
—Al menos —repuso—, y ya que no veo tu rostro, si vas a luchar a mi lado me gustaría saber cuál es tu nombre.
—Su nombre es… —comenzó a decir Bruno, que lo había oído todo.
—Freman… —lo interrumpió él—. Mi nombre es Freman.
Penelope llegó entonces hasta ellos y, al ver al encapuchado con sus dos amigos, inquirió:
—¿Qué hace él aquí?
Pero ninguno pudo responder, ya que de pronto una luz proveniente del Túmulo les hizo saber que Gaúl iba a abrir la grieta para salir.
Sin tiempo que perder, los dos hombres y las dos mujeres se ocultaron tras unos enormes árboles del Gran Pantano. Enseguida vieron a Dimas Deceus aparecer por la grieta junto a sus guerreros.
Tras avisar a Mauled y a los suyos de que cerraran los ojos, Gaúl selló de nuevo la grieta. Entonces, al ver el Túmulo cerrado, Dimas miró al guerrero y, tirando de él, siseó:
—Dame esa llave si no quieres que te arranque la cabeza.
Seguro de que ahora todo jugaba a su favor, Gaúl lo retó:
—Quítamela si puedes.
De pronto se oyó un grito desgarrador. Uno de los soldados de Dimas era rodeado por cientos de almas incandescentes de color verde y, antes de que nadie pudiera reaccionar, el hombre se convirtió en piedra e instantes después se deshizo ante ellos.
Los guerreros, asustados, comenzaron a chillar cuando vieron que de las aguas pantanosas salían miles de almas errantes que los rodeaban sin piedad.
Penelope, Bruno y Fenton, espada en mano, fueron enfrentándose a los guerreros que corrían aterrados hacia ellos. Aunque se merecían morir lentamente, la crueldad no iba con ellos, por lo que clavaban su espada en ellos en cuanto éstos se cruzaban en su camino.
Dimas Deceus miró entonces con horror a Gaúl.
—¿Qué has hecho, bastardo? —rugió—. ¡¿Qué has hecho?!
—¡Ni más ni menos que darte tu merecido! —gritó Lidia.
Al oír su voz, Gaúl la buscó con la mirada y renqueó hacia ella. Una vez se reencontraron, se fundieron en un sentido abrazo.
—¿Estás bien? —preguntó ella preocupada.
Gaúl asintió sin apenas fuerzas. Se encontraba mal. Fatal, de hecho. Pero había salvado su vida y la de sus hombres.
—He estado mejor, jefa, no te voy a engañar —se apresuró a responder—. Pero ahora debemos tapar con algo los ojos de Mauled y de los demás antes de que la tentación haga que los abran.
Sin embargo, Bruno y Penelope, ayudados por el hombre encapuchado, ya se estaban ocupando de ello. Una vez tuvieron todos los ojos vendados, Penelope los agarró de la mano y los llevó hasta un árbol.
—Mauled —dijo—, no os mováis de aquí hasta que regresemos, ¿de acuerdo?
—Aquí estaremos, Penelope. Confiamos en vosotros.
Lidia y Bruno llevaron hasta el árbol a Gaúl. Apenas si podía andar, y Penelope, al volverse, vio cómo varias almas incandescentes acechaban al hombre encapuchado y tiraban de él mientras éste se encogía con brusquedad. Sus miedos, sus frustraciones, sus vivencias se enzarzaban con él, y eso podía matarlo. Sin tiempo que perder, agarró al hombre de la mano y le espetó:
—Sé que no quieres que te toque, ni que te cure, ni que te vea, pero esta vez te lo digo en serio: o te tapas los ojos tú o te los tapo yo. Tú decides.
Tembloroso y agotado por las visiones rocambolescas que aquellos espíritus le habían mostrado de su pasado y sus miserias, Fenton murmuró con voz ajada:
—Yo… yo… me los taparé.
Ella asintió y, tras entregarle un trozo de tela, él mismo se vendó los ojos. A continuación, Penelope agarró su mano con fuerza y lo condujo hasta el lugar donde estaba el grupo. Al llegar, observó horrorizada el feo golpe que Gaúl tenía en la cabeza y que Bruno le curaba como podía.
A cada instante más furiosa por todo el mal que aquel villano había causado a las personas que quería, Lidia declaró:
—Dimas debe morir.
Penelope asintió con gesto fiero y, mirando a un agotado Gaúl, dijo sacándose la espada del cinto:
—Por fin podré vengar el sufrimiento de mi marido y otras muchas personas inocentes.
Fenton se disponía a replicar, pero Gaúl se le adelantó:
—He de vengar a mi amor.
Lidia lo miró y, tras cruzar una mirada con Bruno, dijo:
—Nosotras nos ocuparemos de él. —Y mirando a Gaúl sentenció—: Tranquilo, vengaré a mi hermana por ti. Te lo prometo.
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