Sin mediar palabra, Bruno subió al caballo pardo de Penelope ayudado por Gaúl. De pronto vio una mancha oscura que planeaba en el cielo sobre sus cabezas y se tiró de la montura junto a la joven.
—¡A cubierto! ¡Dragones! —exclamó.
Lidia miró entonces al cielo y reconoció en la panza del susodicho dragón la marca de Dracela. Su dragona. Así pues, continuó metiendo sus enseres en las alforjas sin inmutarse.
Al ver que aquella incauta no se ponía a resguardo, Bruno se levantó con las manos atadas, corrió hacia ella y se le abalanzó para protegerla. Dos segundos después, ambos estaban rodando por el suelo.
—Maldita sea, ¿por qué me has empujado, idiota? —gritó Lidia mientras intentaba zafarse de él a patadas.
Gaúl, que había presenciado la escena divertido, ayudó a Penelope a levantarse y le pidió silencio al comprobar que el prisionero se encogía al ver la sombra de la dragona sobrevolar de nuevo sus cabezas.
—Te estoy salvando la vida, maldita gruñona, ¿es que no lo ves? —se quejó Bruno mientras la aplastaba con su cuerpo y reptaba hasta llegar bajo el caballo de la joven.
—¿Salvándome? ¿De qué me estás salvando, si puede saberse?
Mirando entre las patas del animal al cielo, él murmuró:
—He avistado un dragón sobre nosotros e intento que no te mate, ¿te parece poco?
Sorprendida por su acción, Lidia sonrió sin poder evitarlo. Y su tímida sonrisa no le pasó inadvertida a Gaúl.
—Ese dragón es… —empezó a decir ella.
Pero Bruno, al ver que el enorme bicho volvía a pasar sobre ellos, le tapó la boca con la suya propia y susurró contra sus labios:
—Calla, no hables.
Durante unos segundos, Lidia y Bruno permanecieron con los labios pegados. Esa intimidad se tornó dulzona y caliente y, cuando él comenzó a sonreír, Lidia se liberó de su abrazo de una patada y, tras rodar por el suelo para alejarse de él, le espetó mientras se levantaba:
—Que sea la última vez que haces algo parecido, o te juro que… que…
Poniéndose a su vez en pie, Bruno miró al cielo y, al verlo despejado, preguntó:
—¿O qué?
Lidia desenvainó entonces su espada, se la puso en la garganta y siseó:
—O te juro que te mato. ¿Entendido?
La boca de Bruno se secó al instante al percatarse de que el dragón que segundos antes volaba sobre sus cabezas caminaba hacia ellos con tranquilidad sin que la joven se diera cuenta.
Gaúl, que observaba la escena, cruzó una mirada con su amiga y la informó de lo que ella ya imaginaba. Sin retirar su espada del cuello de Bruno, la joven declaró:
—Te presento a Dracela, mi dragona. Ella me ayudó a capturarte y, si vuelves a propasarte conmigo, te aseguro que también me ayudará a deshacerme de ti, ¿verdad, Dracela?
La criatura alada, de color violeta y escamas afiladas, se detuvo a escasos metros de ellos y, enseñándole los enormes dientes, acercó su cabeza hasta Bruno y afirmó con voz ronca:
—Será un honor carbonizarlo o arrancarle la cabeza, jefa…
El apuesto guerrero, al oír las carcajadas de todos, incluidas las de la dragona, se sintió ridículo y humillado. Le habían tomado el pelo.
Bruno había intentado proteger a Lidia de un peligro, y ella no había sabido darle a ese detalle su valor. Por eso, cuando ella retiró la espada de su garganta, regresó hasta el caballo de Penelope sin decir nada y, agarrándose como pudo, montó encima. Segundos después, Gaúl ayudó a Penelope a acomodarse delante de él y todos prosiguieron viaje.
Durante horas, un sol de justicia los abrasó a pesar de que Dracela intentaba volar sobre ellos para proporcionarles algo de sombra. Pero la dragona también necesitaba refrescarse, y el sol parecía estar en su contra.
En un par de ocasiones, las miradas de Bruno y de Lidia se encontraron y, aunque rápidamente ella retiró la suya, él intuyó que en su fuero interno se había despertado una curiosidad que el día anterior no existía, y eso le gustó.
Con cautela, rodearon el bosque de las Serpientes. Sabían que como se acercaran a él la salvaje arboleda los atraparía y tendrían problemas. Agotado por el viaje, Bruno se fijó en que el desvío para el faro estaba cercano y, azuzando el caballo pardo de Penelope hasta ponerlo a la par que el de la valerosa guerrera, la informó:
—Las cuevas de la Duda y de la Pena están cerca. ¿Queréis mi ayuda o no?
Lidia miró entonces a Gaúl, que asintió, y se disponía a responder cuando de pronto un enano azul apareció ante ellos agotado y sudoroso.
—¿Qué ocurre? —preguntó la guerrera al ver la piel deslucida del enano.
Éste se detuvo en seco y gritó horrorizado antes de que una flecha pasara silbando por su lado.
—¡Troles tufosos!
Sin perder un segundo, todos dirigieron sus caballos hacia un pequeño montículo que les serviría de escudo y, tras desmontar, Bruno dijo acercándose a la morena:
—Suéltame las manos.
—No.
—Por el amor de Dios…, con ellas atadas no podré ayudar.
—¿Te crees que soy tonta? —replicó Lidia.
De repente, una docena de troles tufosos aparecieron de la nada, a cuál más sucio, pegajoso y feo.
—¿Crees que es momento para pensar si yo te creo tonta o no? —replicó Bruno.
—Vuelve con Penelope y déjame en paz —bufó ella.
Desesperado por verse atado y limitado en sus movimientos, el prisionero se abalanzó entonces sobre la joven guerrera y le siseó en la cara:
—Esos troles tufosos son carnívoros y muy peligrosos. La única manera de matarlos es clavándoles algo entre los ojos.
Con un certero tiro, Lidia incrustó una flecha entre los ojos de una de las criaturas.
—¿Te parece un buen tiro?
—Perfecto —asintió Bruno, pero al ver aparecer a más bichos de aquéllos se impacientó—. Desátame las manos de una vez, maldita cabezota, y terminaremos con estos asquerosos en un santiamén.
Con rapidez, Lidia volvió a cargar su arco y, sin contestar, comenzó a lanzar junto a Gaúl flechas contra las malolientes criaturas. Pero, tras aquellos primeros, aparecieron otra media docena y, tras ésta, otra, y la cosa comenzó a complicarse.
Bruno, que ya le había pedido repetidas veces a Lidia que lo soltara sin que ella le hiciera caso, reparó en que Penelope llevaba una pequeña daga al cinto.
—Suéltame si no quieres que todos muramos aquí y ahora —la apremió. Al ver que la joven lo miraba con ojos dudosos, insistió—: Por favor, confía en mí.
Tres segundos después, cuando los troles se abalanzaron sobre ellos, Lidia tiró el arco y, sacando su espada larga de la cintura, comenzó una encarnizada lucha con varios de ellos, a los que fue clavando con la otra mano su pequeña daga entre los ojos.
Al ver a Bruno liberado correr hacia él, Gaúl no lo dudó ni por un segundo, le lanzó una de sus espadas y comprobó cómo el otro comenzaba a luchar con fiereza y, en menos de lo que imaginaban, se vieron rodeados de un centenar de troles muertos.
Cuando comprobó que no aparecía ninguno más, Lidia se miró el brazo. La habían herido y debía curarse, pero al ver a Bruno preguntó molesta:
—¿Quién te ha desatado?
Él no respondió sino que, en vez de ello, mirándole la herida, preguntó:
—¿Estás bien?
Sin el menor gesto de dolor, Lidia asintió y aclaró con una sonrisa helada:
—Por supuesto que estoy bien, ¿acaso lo dudas?
Bruno cruzó entonces una mirada con Gaúl.
—No —murmuró—. No lo dudo. Pero hay que curarte.
—Luego —gruño ella.
Pero Bruno, que era aún más cabezota que la guerrera, y aun a riesgo de recibir un espadazo, la sujetó e insistió:
—Ahora.
Sus miradas volvieron a encontrarse en ese instante.
—Eres una muchacha muy hermosa para pretender ser tan dura —declaró él bajando la voz.
Boquiabierta porque la viera como una chica guapa y no como una guerrera, Lidia se disponía a replicar cuando Bruno afirmó:
—Si te hubiera conocido en otras circunstancias, ten por seguro que habría estado encantado de cortejarte.
Ella lo observó sin habla. Le gustara o no reconocerlo, aquellos ojos, aquellos labios y aquella sonrisa descarada y seductora la atraían como un imán y, consciente de cómo su corazón se aceleraba al escucharlo teniéndolo tan cerca, murmuró:
—Aléjate de mí.
Bruno asintió y sonrió al ver cómo lo miraba ella.
—Cúrate y, en cuanto acabes, proseguiremos nuestro camino —declaró.
Sin miramientos, la guerrera se curó la fea herida y, cuando terminó, Bruno dijo montándose a lomos del caballo con Penelope:
—Vayamos hacia la cueva. El hedor de estos pestilentes bichos atraerá rápidamente a otros de su raza. La humedad de la cueva desvanecerá nuestro rastro.
Por extraño que pudiera parecer, Lidia no dijo nada y obedeció sin más. Al ver que su prisionero no había intentado escapar al estar libre de sus ataduras, montó a su vez sin mediar palabra y, tras una rauda y rápida galopada, todos, incluidos el enano azul y la dragona, entraron en la cueva oscura.
Una vez en el interior, Bruno desmontó y miró a Lidia ignorando su entrecejo fruncido.
—Aquí hay dos caminos que desembocan en el mismo lugar.
—¿Adónde llevan esos caminos? —preguntó Gaúl.
—A un templo abandonado situado al oeste del bosque de las Serpientes. Cerca de dicho templo pasa una senda y…
—Sabemos a qué senda te refieres —lo interrumpió Lidia mientras Penelope le ajustaba con delicadeza el apósito de la herida del brazo.
Bruno la miró con intensidad, y de inmediato ella notó que la sangre le hervía en las venas. Entonces él reparó en que la sangre le chorreaba de nuevo por el brazo.
—Vuelves a sangrar —dijo acercándose.
Ella se miró y suspiró:
—No es nada.
—Lidia, es mejor que te cambies la cura —murmuró la dragona al ver la sangre.
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