—No hace falta, Dracela. No seas pesada —protestó ella.

Pero Bruno, que no estaba dispuesto a que la sangre continuara manando de su brazo, se acercó más a ella y con voz íntima susurró:

—Me preocupas cuando te pones tan testaruda.

Esas simples palabras, su cercanía y la intensidad con que la miraba consiguieron que el estómago de la dura guerrera se deshiciera y, antes de que pudiera decir nada, él la agarró de la mano.

—Siéntate —le ordenó.

Gaúl y Dracela se miraron sorprendidos y sonrieron. Ningún hombre había conseguido pasar de la nada al todo con Lidia como lo estaba haciendo ése.

Consciente de cómo aquel hombre podía con su voluntad guerrera, ella se dispuso a protestar, pero él insistió con mimo.

—Lo sé. Tú sola sabes cuidarte muy bien y no me necesitas. Pero no sólo a mí me preocupa que estés herida, ¿no es así? —Todos asintieron, y Bruno prosiguió feliz de sentirse respaldado—: Venga, sé buena y permite que Penelope te cure en condiciones.

—¿Quién te crees que eres para mandarme? —protestó ella.

El hombre de ojos claros sonrió.

—Sin que sirva de precedente, estoy de acuerdo con él —terció la dragona.

—Gracias, Dracela —murmuró Bruno de buen humor—. Además de lista, eres preciosa.

La criatura alada pestañeó ante la cara de asombro de Lidia.

—Para ser de tu especie, ¡eres muy galante! —repuso.

Lidia arrugó el entrecejo y puso los ojos en blanco al distinguir la mirada divertida de Gaúl ante su tonteo. No soportaba que nadie la tratara como a una niña y, cuando fue a protestar, aquel presuntuoso al que apenas conocía y que para ella era tan sólo mercancía que entregar dijo poniéndole un dedo sobre los labios:

—Vamos, fierecilla… Danos el gusto.

—No me llames así —siseó ella.

Bruno sonrió.

—Deja de protestar, cúrate y, cuando dejes de sangrar, proseguiremos nuestro camino.

Por mucho que la jorobara sabía que debía de hacerlo. El olor de la sangre atraería no sólo a los troles, sino también a cientos de bestias y, resoplando, se puso manos a la obra.

Una vez Penelope acabó de curarla, Lidia se puso en pie.

—Una vez salgamos del templo Abandonado —indicó Bruno—, tendremos ante nosotros una gran llanura hasta llegar al valle Oscuro. Ahora únicamente queda elegir qué camino queréis tomar, si el de la cueva de la Pena o el de la cueva de la Duda.

—Oh…, complicada decisión —replicó Dracela.

Desconcertada como nunca en su vida, y no sólo por estar en aquella tesitura, Lidia miró a Gaúl, que, encogiéndose de hombros, le dio a entender que le daba igual. Ninguno de los dos había recorrido nunca aquellas cuevas.

Penelope y Bruno los observaron mientras esperaban su contestación. Finalmente fue Lidia quien habló.

—Tú, que has cruzado ambas cuevas, ¿cuál nos aconsejas? —Él sonrió y, al hacerlo de aquella manera que le quitó hasta el hipo, ella se puso nerviosa y añadió en un siseo—: Espera…, espera…, espera. ¿Por qué debemos confiar en ti?

—Porque en este instante soy vuestra única opción —respondió él.

—¿Opción? ¿Tú eres nuestra opción? —exclamó Lidia.

—Sí, fierecilla. Así es, aunque te retuerza un poco las tripas reconocerlo.

Su seguridad…

Su arrogancia…

Su contención…

Todo ello enojó aún más a Lidia y, llevándose las manos a la cabeza, gritó:

—¿Qué hago dejando mi vida y la de mi gente en manos de mi mercancía?

—Mira, me habían llamado de todo excepto ¡mercancía! —Se mofó Bruno apoyándose en la pared.

Furiosa por el autocontrol de aquel hombre, la guerrera se acercó a él a grandes zancadas.

—Te crees muy gracioso, ¿verdad? —le espetó.

Él la miró y, tras pasear con lujuria su mirada por aquel cuerpo que tanto llamaba su atención, afirmó en tono bajo para que sólo ella lo oyera:

—A cada segundo que pasa, me pareces más bonita e interesante.

Lidia no daba crédito a sus oídos.

—¡Tú eres tonto! —Le soltó.

Bruno sonrió y, acercándose un poco a ella para hacerle ver que no lo intimidaba, respondió:

—Si sigues comportándote de este modo, al final voy a tener que besarte.

—Atrévete y te arrancaré la lengua de un mordisco —le escupió ella boquiabierta por su descaro.

—Hummm…, no me tientes o yo te arrancaré a ti otra cosa.

Incrédula. Ésa era la palabra, ¡incrédula!

Aquel tipo era osado, atrevido, imprudente y desvergonzado. Y, cuando iba a largarle cuatro frescas para ponerlo en su lugar, él se apartó de ella y caminó en dirección a Penelope.

—¿Estás segura de que tu esposo está en el valle Oscuro? —Al ver que aquélla no contestaba, insistió—: Te lo pregunto porque ya pocos prisioneros quedan allí.

—Las últimas informaciones que oí fueron ésas —susurró Penelope retorciéndose las manos—, pero yo…

Al ver la desesperación en el rostro de la joven, Bruno la consoló. Odiaba ver sufrir a una mujer. Y, tras pasarle la mano con delicadeza y cariño por la mejilla, dijo, consiguiendo así que algo en el pecho de Lidia se desbocara y sintiera un extraño calor en sus entrañas:

—No te preocupes, seguro que lo encontraremos. Te lo prometo, Penelope, y yo siempre cumplo mis promesas.

El enano azul, que hasta el momento había permanecido en silencio, intervino al oírlos hablar:

—¿Qué y a quiénes buscáis?

Penelope volvió a relatar entonces lo ocurrido con su esposo.

—Mis padres estaban retenidos allí —declaró el enano para sorpresa de todos—, quizá esté con ellos.

—¡Oh, Dios mío! —Sollozó la joven.

Al ver que temblaba, Lidia se acercó a ella mientras el enano decía:

—Lo último que sé es que todos los que estaban en valle Oscuro fueron trasladados al castillo Merino. Allí me dirigía yo.

—Y ¿tú por qué estás aquí solo? —Quiso saber Gaúl.

El hombrecillo murmuró entonces con pesar:

—Unos ogros me asustaron, salí huyendo en dirección opuesta a mis padres y eso fue lo que me salvó de caer en manos de los guerreros de Dimas Deceus.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Dracela.

—Risco Mancuerda.

Conmovida por saber que la familia del enano azul había corrido la misma suerte que su marido, Penelope se emocionó y Bruno la abrazó.

Rápidamente, Gaúl dio un paso adelante y miró a Lidia.

—Jefa, tú dirás.

Con la boca seca por lo que aquel hombre llamado Bruno le hacía sentir, ella carraspeó y, acercándose a su detenido con una cuerda para atarle las manos de nuevo, le indicó:

—Guíanos por la cueva de la Pena.

Sin embargo, él dio un paso hacia atrás para separarse de ella y de Penelope y afirmó alto y claro:

—No iré atado.

Lidia lo miró desafiante.

—Irás atado y punto.

Mirándola directamente a los ojos, Bruno se agachó entonces para estar a su altura y murmuró en voz muy baja:

—Sólo me dejaré atar por ti el día que te tenga desnuda en mi cama. Nada más.

—¡Uyyy! —Se mofó Dracela.

El bofetón que Lidia le soltó retumbó por toda la cueva.

—Vuelve a decir algo parecido y te aseguro que no te ato, sino que te mato —juró y, furiosa, se alejó de él para hablar con Gaúl.

La dragona, viendo que Bruno sonreía, murmuró divertida:

—No seas tan truhan y descarado con la jefa, y recuerda: tengo un oído muy fino.

Bruno sonrió y, al ver que Lidia y Gaúl lo observaban, declaró:

—Si me atáis las manos, no os guiaré. La cueva de la Pena es peligrosa y, una vez entremos en ella, una extraña angustia os atenazará el corazón. Sólo alguien que haya pasado antes por ella está inmunizado y podrá arrancaros de la tristeza a la que os sumirá o moriréis en el interior.

—Y justó has de ser tú, ¿verdad? —Se mofó Lidia.

—Por supuesto, fierecilla —respondió él, con lo que se ganó una de sus miradas aniquiladoras. Luego prosiguió con rotundidad—: Además, si apareciese algún atacante, no quiero estar en desventaja. Debéis entenderlo.

Gaúl y Lidia cruzaron una mirada. Al cabo, ella resopló.

—De acuerdo —dijo de mala gana—, pero ándate con ojo. Si descubro que nos engañas o haces algo incorrecto, juro que te mataré.

—¿En serio? ¿De verdad estarías dispuesta a cobrar tan sólo la mitad de la recompensa por tu mercancía? —bromeó él al recordar lo que ella había dicho días antes—. Mira que si muero pierdo valor, fierecilla.

Tras dar un puntapié en el suelo y agarrar la daga de su cintura con fuerza, Lidia resopló y caminó en dirección a Dracela. Necesitaba alejarse de aquel idiota engreído o le arrancaría la lengua. Cuando pasó junto a la dragona, ésta murmuró con una tonta sonrisa:

—Vaya, vaya, jefa… Por fin alguien que no te teme.

Al oír eso, la guerrera se paró en seco y, clavando su furiosa mirada en su fiel dragona, siseó:

—¿Qué tal si cierras esa bocaza?

Dracela asintió y no dijo más. Bastante tenía con reír para sus adentros.

Un rato después se sumergieron en la cueva de la Pena y, nada más poner un pie en su interior, todos sintieron una profunda tristeza. Miles de recuerdos, de sentimientos y sensaciones colapsaron sus corazones y, a pesar de que nadie dijo nada, el abatimiento los asaltó.

Gaúl recordó a su preciosa y delicada novia Cora, y lo mucho que la había querido. Lidia pensó en sus maravillosos padres y en su increíble hermana y se emocionó. Penelope evocó a su cariñoso marido Fenton. Dracela a su madre, y el enano a su familia.

Todos, a excepción de Bruno, recordaron a sus seres perdidos, y la angustia en ciertos momentos se tornó tan abrumadora que, si no hubiera sido porque él, conocedor de lo que aquella cueva provocaba, los sacó de sus recuerdos, habrían terminado muertos de melancolía en cualquier rincón.