Ya nunca me hablaba amablemente. Hacía que me sintiera muy sola en una casa llena de gente.

Así que no me atrevía a coger nada de su cocina para alegrarle un poco la vida a mi padre. Ni les conté ni a él ni a mi madre lo mal que lo estaba pasando en la Oude Langendijck y el cuidado que tenía que tener para no perder el trabajo. Y, por otro lado, tampoco me era posible hablarles de las pocas cosas buenas que tenía: los colores que fabricaba, los ratos que pasaba por la noche sentada sola en el estudio, los momentos en que trabajaba codo con codo con él, reconfortada por su presencia.

De lo único que podía hablarles era de sus cuadros.


Una mañana de abril, cuando por fin parecía que el frío se había ido definitivamente, iba yo caminando por la Koornmarkt hacia la botica y Pieter el hijo apareció de pronto a mí lado y me saludó. No lo había visto antes. Se había puesto un delantal limpio y llevaba un paquete en la mano, que me dijo que tenía que entregar un poco más adelante. Iba en la misma dirección que yo y me preguntó si podía acompañarme. Yo asentí; me pareció que no podía negarme. Durante el invierno lo había visto dos o tres veces por semana en la Lonja. Siempre me resultaba difícil mirarle a la cara: sus ojos parecían agujas que se me clavaban en la piel. Sus atenciones me agobiaban.

– Pareces cansada -me dijo-. Tienes los ojos rojos. Te hacen trabajar demasiado.

Y era verdad. Trabajaba demasiado. Mi amo me había encargado que moliera tanto marfil que había tenido que levantarme muy temprano para poder dejarlo terminado. Y la noche anterior, Tanneke no me había permitido irme a la cama hasta que no volví a fregar el suelo de la cocina, después de que a ella se le cayera un cuenco lleno de grasa. No quería echarle la culpa a mi amo.

– Tanneke la ha tomado conmigo -dije-, y me manda cada vez más cosas. Además, como está empezando el buen tiempo, nos toca hacer limpieza general -añadí, para que no pensara que me estaba quejando de ella.

– Tanneke es rara -dijo-, pero leal.

– Sí, a María Thins sí que le es leal.

– Y con la familia también. ¿No recuerdas cómo defendió a Catharina de su hermano loco?

Hice un gesto de no saber.

– No sé de qué me hablas.

Pieter pareció sorprendido.

– Durante días no se habló de otra cosa en la Lonja de la Carne. ¡Ah, claro, que a ti no te gustan las habladurías! Mantienes los ojos abiertos, pero no vas con chismorreos ni tampoco te gusta escucharlos -dijo con un tono que parecía de aprobación-. Yo me paso el día escuchándolos de las viejas que esperan que les sirva la carne, y no puedo remediar quedarme con alguno.

– ¿Qué hizo Tanneke? -pregunté sin querer.

Pieter sonrió.

– Cuando tu señora estaba embarazada del penúltimo…, ¿cómo se llama?

– Johannes. Como su padre.

La sonrisa de Pieter se ensombreció como una nube al pasar por delante del sol.

– Sí, como su padre -y siguió con la historia-. Un día el hermano de Catharina, Willem, fue de visita a la Oude Langendijck cuando ella estaba ya muy avanzada en su estado y empezó a golpearla, allí mismo en la calle.

– ¿Por qué?

– Dicen que le faltan uno o dos tornillos. Siempre ha sido muy violento. Su padre también lo era. ¿Sabías que el padre y Maria Thins se separaron hace muchos años? Le pegaba.

– ¿Pegar a Maria Thins? -repetí sorprendida. Nunca habría imaginado que nadie pudiera pegar a Maria Thins.

– Así que cuando Willem empezó a golpear a Catharina, Tanneke se interpuso para protegerla. E incluso le arreó a él un buen porrazo.

¿Y dónde estaba el amo mientras sucedía esto?, pensé. No podía haberse quedado en el estudio. No era posible. Debía de estar en la Hermandad o con Van Leeuwenhoek o en Mechelen, la posada de su madre.

– Maria Thins y Catharina consiguieron el año pasado que lo encerraran -continuó Pieter-. No puede salir de la casa en la que está recluido. Por eso no lo has visto. ¿De verdad no habías oído hablar de él? ¿No lo mencionan nunca en la casa?

– No, al menos no en mi presencia -pensé en todas las veces que Catharina y su madre cuchicheaban en el Cuarto de la Crucifixión y se quedaban en silencio cuando entraba yo-. No voy por ahí escuchando detrás de las puertas.

– Ya lo supongo -Pieter volvía a sonreír, como si acabara de contarle un chiste.

Pieter también pensaba, como el resto de la gente, que todas las criadas escuchaban detrás de las puertas. Había muchas ideas preconcebidas sobre las criadas que la gente también me atribuía.

Me quedé callada el resto del camino. No sabía que Tanneke pudiera ser tan leal y tan valiente, pese a todo lo que decía de Catharina a sus espaldas, ni que Catharina hubiera sufrido tales golpes ni que a Maria Thins le hubiera salido un hijo como ése. Intenté imaginarme a mi hermano pegándome en plena calle, pero no pude.

Pieter no dijo nada más; se daba cuenta de que estaba confusa. Cuando se separó de mí al llegar a la botica, se imitó a rozarme el codo y siguió su camino. Yo tuve que pararme un momento y, mirando el agua verde oscuro del canal, agité la cabeza para echar fuera aquellos pensamientos; tras lo cual, me volví y entré en la botica.

Estaba sacando de mi pensamiento la imagen del cuchillo girando en el suelo de la cocina de la casa de mi madre.


Un domingo, Pieter el hijo asistió al servicio religioso de nuestra iglesia. Debió de entrar después de mis padres y de mí y se sentó al fondo, pues no lo vi hasta la salida, ciando estábamos fuera hablando con los vecinos. Estaba parado a un lado de la puerta, mirándome. Cuando me percaté de su presencia, respiré profundamente. Al menos, pensé, es protestante. Antes no estaba segura de que lo fuera. Desde que había entrado a trabajar en la casa del Barrio Papista ya no estaba segura de muchas cosas.

Mi madre siguió mi mirada.

– ¿Quién es ése?

El hijo dei carnicero.

Me miró con curiosidad, en parte sorprendida y, en parte, temerosa.

– Ve a buscarlo -me susurró-, y tráelo junto a nosotros.

La obedecí y me acerqué a Pieter.

– ¿Qué haces aquí? -le pregunté, sabiendo que no estaba siendo todo lo educada que debía.

Él sonrió.

– Hola, Griet. ¿No me vas a decir nada amable?

– ¿Por qué has venido?

– Asisto a los servicios de todas las iglesias de Delft, para ver cuál me gusta más. Me llevará algún tiempo -cuando vio mi cara, abandonó ese tono; conmigo no valían las bromas-. He venido a verte y a conocer a tus padres.

Me sonrojé de tal forma que me pareció que me había subido la fiebre.

– Preferiría que no lo hubieras hecho -le dije en voz baja.

– ¿Por qué no?

– No tengo más que diecisiete años. Yo no… yo no pienso todavía en esas cosas.

– No hay ninguna prisa -dijo Pieter.

Le miré las manos: estaban limpias, pero todavía le quedaban restos de sangre bajo las uñas. Pensé en las manos de mi amo sobre las mías cuando me estaba enseñando a moler el marfil quemado y me dio un escalofrío.

La gente nos miraba porque era un desconocido para todos los feligreses. Y además era un hombre guapo, incluso yo me daba cuenta de ello, con sus largos rizos rubios, los ojos brillantes y la sonrisa fácil. Varias jóvenes intentaban atraer su atención.

– ¿No me vas a presentar a tus padres?

Lo conduje de mala gana junto a ellos. Pieter saludó a mi madre con una ligera inclinación de cabeza y dio la mano a mi padre, quien dio un paso atrás, inquieto. Desde que había perdido la vista, le intimidaban los desconocidos. Y era la primera vez que conocía a alguien interesado por mí.

– No se preocupe, Padre -musité, mientras mi madre presentaba a Pieter a una vecina-, no va a perderme.

– Ya te hemos perdido, Griet. Te perdimos en el mismo momento en que entraste de criada.

Me alivió pensar que no podía ver las lágrimas que me escocían en los ojos.


Pieter el hijo no vino todas las semanas a nuestra iglesia, pero vino lo bastante a menudo para que todos los domingos me pusiera nerviosa y me pasara todo el tiempo que estábamos sentados en nuestro banco alisándome la falda más de lo que le hacía falta y apretando los labios.

– ¿Ha venido? ¿Está aquí? -me preguntaba mi padre todos los domingos, volviendo la cabeza a un lado y al otro.

Yo dejaba que respondiera mi madre.

– Sí, ahí está -decía. O-: No, no ha venido hoy.

Pieter siempre saludaba a mis padres antes de acercarse a mí. Al principio se sentían incómodos en su presencia. Sin embargo, Pieter les hablaba con soltura, ignorando sus extrañas respuestas o sus largos silencios. Sabía cómo tratar a la gente, pues era mucha la que pasaba por el puesto de su padre en el mercado. Después de algunos domingos, mis padres se acostumbraron a él. La primera vez que mi padre se rió con algo que dijo Pieter se quedó tan perplejo que inmediatamente se puso serio, fruncido el ceño, hasta que Pieter dijo otra cosa que le hizo volver a reír.

Siempre había un momento después de haber hablado con ellos un rato en el que mis padres se retiraban y nos dejaban solos. Con gran sabiduría, Pieter dejaba que fueran ellos los que decidieran cuándo. Las primeras veces no se llegó a producir ese momento. Pero un domingo mi madre tomó a mi padre del brazo con clara deliberación diciéndole:

– Vamos a hablar con el pastor.

Durante varios domingos temí ese momento, hasta que me habitué a estar sola con él y observada por tantos ojos. Pieter a veces se burlaba un poco de mí, pero lo más frecuente es que me preguntara cómo me había ido durante la serrana o que me contara historias que había oído en la Lonja o me describiera las subastas de la Feria de Ganado. Tenía mucha paciencia cuando yo me quedaba muda o me mostraba distante y desabrida.

Nunca me preguntó por mi amo. Nunca le conté que le ayudaba a fabricar los colores. Me agradaba que no me preguntara nada.