Al salir del bar, Lizzy propuso ir a tomar algo y, cuando él aceptó, lo llevó a beber unas copas a un local de moda de Madrid. Si lo hubiese dejado elegir a él, habrían ido a un sitio almibarado donde sólo se tomaban cócteles escasos y de diseño.
Una vez que entraron en el local y la luz azulada los envolvió, Lizzy hizo lo que llevaba toda la noche deseando. Se tiró a su cuello y lo besó con pasión.
William, dejándose llevar por la fogosidad de ella, en un principio aceptó sus besos con gusto, nada le chiflaba más que sentirla tan cercana, pero, cuando su mano subió peligrosamente hacia su entrepierna, decidió parar aquello. Él no era así.
—Aquí no, Elizabeth —murmuró nervioso.
Sin sorprenderse mucho por aquella reacción, la chica sonrió y, apoyándose en la barra, preguntó:
—¿Has mirado a tu alrededor?
Él lo hizo. Pero, cuando vio a varias parejas desfogadas besándose y tocándose, insistió:
—Yo no soy así. Lo siento, pero soy incapaz de demostrar mi afecto en público.
—¿Por qué?
Incómodo con la mirada de ella, respondió:
—Hay ciertas cosas que, repito, deben hacerse en la intimidad.
Juguetona por aquello, sonrió. En cierto modo estaba de acuerdo con él, pero susurró haciéndolo sonreír:
—Menudo trabajito que voy a tener contigo para que te sueltes la melena.
Divertido por su comentario, fue a decir algo cuando ella pidió dos copas y después comenzó a bailar una canción. Le encantaba bailar, aunque los zapatos de tacón la estuvieran matando. Así estuvo un rato hasta que, al sentir la mirada de él, preguntó:
—¿No te gusta Lenny Kravitz?
El nombre de aquel artista le sonaba y preguntó:
—¿Éste es Lenny Kravitz?
Ella asintió y, mientras bailaba, afirmó:
—The Chamber[3] es de su último disco. ¡Buenísimo! Vamos, Willy, baila un poquito.
Como si mirase una nave especial, él negó con la cabeza y sentenció:
—No. Yo no bailo.
Lizzy soltó una risotada y, acercándose a él, murmuró alborotándole el pelo:
—No bailas. No besas en público. Tu mundo está lleno de ¡noes! Vamos, Willy, desmelénate un poco, que la vida son dos días.
Arreglándose el descolocado cabello, él cogió su bebida y sonrió. Sin duda lo suyo no era desmelenarse.
Aquella noche, tras varias copas, risas y confidencias, Lizzy sólo consiguió que la acompañara hasta su casa y la besara en la oscuridad de su portal. Allí no los veía nadie.
A William, excitado por la noche que ella le había hecho pasar, por un instante se le pasó por la cabeza proponerle ir a su casa. La deseaba. Pero finalmente se contuvo. Debía respetarla.
Consciente de lo que ambos deseaban, Lizzy sonrió. Sin duda Willy era diferente, un caballero, y una vez más, al no proponerle sexo esa noche, se lo demostró.
Así estuvieron durante dos días.
En el hotel, eran prácticamente dos desconocidos que sólo se permitían besarse a escondidas cuando ella llevaba algo a su despacho, pero por las noches, cuando se encontraban a solas, se besaban con auténtica pasión, aunque nunca llegaban a más.
Durante la tercera jornada, a la hora del almuerzo, Lizzy regresaba de llevar una bandeja de comida a una habitación y cuando salía del ascensor, vio a William apoyado en recepción hablando con una mujer.
El glamur de aquella fémina era impresionante. Alta, guapa, elegante en el vestir. ¡Perfecta! Sin duda aquellos dos pegaban no sólo por edad, sino por el estilo a la hora de vestir. Curiosa, Lizzy se fijó en ella y, cuando instantes después se asomó a la recepción, donde estaba Triana, ésta la informó de que se trataba de Adriana, la hija de uno de los consejeros del hotel.
Desde su posición, Lizzy vio a William sonreír y, en el momento en que aquélla le colocó la corbata y le pasó un dedo por la mejilla con cierta sensualidad, estuvo a punto de gritar de frustración. Cuando instantes después aparecieron el padre de ella y el de él y los cuatro salieron del establecimiento para montarse en un coche y marcharse, la rabia la inundó.
Triana, que conocía lo que existía entre ambos, fue a decir algo, pero Lizzy, ofuscada, la miró y siseó:
—Mejor no digas nada. Por favor.
Esa noche, a diferencia de otras, él no la llamó y su malestar se acrecentó. Pero ¿qué le estaba pasando? Ella nunca había sido tan territorial con ningún chico con el que había tenido algún lío pasajero.
Apenas pudo dormir esa noche y a las seis de la mañana llamó al hotel para informar de que no podía ir a trabajar. No se encontraba bien.
Acostada en su cama, pensó en lo que estaba haciendo. Se había liado con el dueño del hotel aun a sabiendas de que aquello no la iba a llevar a ningún sitio, excepto al inminente despido en cualquier momento.
¿Por qué estaba jugando con su trabajo?
Los hombres adinerados y poderosos como William siempre acababan con mujeres como Adriana, nunca con alguna como ella. Peor se puso cuando, encima, supo que aquélla vivía en Londres como él, y que estaba en Madrid de paso. Ambos estaban provisionalmente.
¿Sería casualidad?
Sobre las once de la mañana, el móvil de Lizzy comenzó a sonar.
Al mirar la pantalla, vio que se trataba del número de él y no lo cogió. Su mente y sus negativos pensamientos la habían envenenado y no quería hablar con William o sacaría el demonio oculto en su interior que luchaba por manifestarse.
William, al no verla aquella mañana, se preocupó. La noche anterior, por temas de negocios, no había podido ver a Lizzy y estaba desesperado por encontrarse con ella. Y cuando supo que estaba enferma, un extraño presentimiento lo preocupó. Intentó hablar con ella varias veces durante todo el día, pero todo fue imposible y eso lo desesperó.
A la una de la tarde, cuando aún estaba en la cama escuchando música, la madre de Lizzy abrió la puerta de su habitación con una increíble sonrisa y dijo:
—Hija de mi vida. Ay, Aurorita, ¡mira lo que has recibido!
Incrédula, contempló aquella bonita caja blanca alargada y vio unas preciosas rosas rojas de tallo largo; de inmediato supo de quién eran. No conocía a nadie tan caballeroso ni adinerado como para enviar aquello.
—Son flores como las que se regalan a las princesas —dijo su madre mientras se la acercaba—. Oh, fíjate: ¡hay una notita!
Sonrió con disimulo y, cogiendo el papel que aquélla sacó del sobrecito, lo desplegó y leyó para sí misma.
Espero que te mejores, preciosa Elizabeth.
W.
—¿Qué pone? ¿De quién es? —quiso saber su madre.
Sin poder explicarle que eran de su jefazo, pues en ese caso su madre le haría cientos de preguntas y al final se escandalizaría, respondió:
—De un amigo.
Encantada, la madre aspiró el maravilloso perfume que soltaban aquellas rosas y murmuró:
—¡Qué galante, tu amigo! Y qué detalle más bonito. Voy a ponerlas en un jarrón con agua y una aspirina para que duren más. Estas rosas son de las caras; carísimas, cariño. Verás cuando se las enseñe a Gloria, ¡se va a caer para atrás!
Lizzy asintió. Sin duda, cuando su madre le mostrara las flores a la vecina, sería digno de oírlas cuchichear; nada les gustaba más que un buen cotilleo. Frustrada por todo, cuando ésta salió de la habitación, se tapó la cara con la almohada mientras susurraba bajito para que nadie la oyera:
—Joder… joder… joder… ¿Qué estoy haciendo?
Al día siguiente, cuando llegó al hotel intentó huir de él, pero al final pasó lo inevitable: se encontró con un William con cara de pocos amigos. Una vez que sus miradas se cruzaron, con paso firme se encaminó al cuarto de personal para cambiarse de ropa, pero, antes de poder entrar, una mano la sujetó.
Sin mirarlo supo que era él y, tras meterse con ella en el cuartito, cerró la puerta y preguntó:
—¿Te encuentras bien?
—¿Estás loco? ¿Alguien puede entrar? —Soltó alarmada.
—¿Te encuentras bien? —repitió sin cambiar su gesto.
—Sí. Y haz el favor de salir de aquí antes de que…
—Estaba preocupado. Te llamé mil veces y no me lo cogiste —la cortó mientras le tocaba el óvalo de la cara—. Pregunté por ti a tu amiga Triana y me comentó que estabas enferma y…
—Oh, qué honor… ¡Gracias por preguntar por mí!
Sin entender a qué se debía aquella mala contestación, frunció el ceño e insistió:
—¿Se puede saber qué te ocurre?
Su tono de voz cambió, y Lizzy, dispuesta a aclarar sus dudas, preguntó de sopetón:
—¿Qué hay entre Adriana y tú?
Incrédulo por la pregunta, sin quitarle el ojo de encima musitó:
—A qué viene eso…
—Os vi salir anteayer con vuestros respectivos padres —aclaró separándose de él—. Vi cómo os mirabais y cómo ella te colocaba la corbata. ¿Qué hay entre vosotros?
William dio un paso hacia atrás, incómodo.
—Nada.
—Pero lo hubo, ¿verdad?
Incapaz de mentirle, asintió.
—Sí. Lo hubo.
—¡Joderrrrrrrrrrr!
William, al interpretar sus palabras y su gesto, rápidamente añadió:
—Eso es algo pasado y no debes preocuparte por ello. Hoy por hoy, Adriana es sólo una amiga. Nada más.
Ofuscada, enfadada y celosa perdida como nunca en su vida, asintió.
—Mi turno de trabajo comienza en cinco minutos. Sal de aquí inmediatamente o me vas a meter en un buen lío y ah… ¡Gracias por las rosas!
Su frialdad no le gustó, pero tenerla frente a él era lo único que le importaba y preguntó:
—¿Nos vemos esta noche?
A Lizzy aquella proposición le gustó. Era lo que más le apetecía en el mundo; sin embargo, negando con la cabeza, respondió:
—Esta noche voy con mis amigos al concierto de la Oreja de Van Gogh. —Y con cierto recelo, afirmó—: Yo también tengo planes, como tú los tuviste la otra noche.
"Un café con sal" отзывы
Отзывы читателей о книге "Un café con sal". Читайте комментарии и мнения людей о произведении.
Понравилась книга? Поделитесь впечатлениями - оставьте Ваш отзыв и расскажите о книге "Un café con sal" друзьям в соцсетях.