—Fue una cena de trabajo. ¿De qué hablas? —Y al ver que ella no contestaba, preguntó con voz ronca—. ¿Qué planes tienes tú?

Mirándolo a los ojos con desafío, prosiguió:

—Ya te lo he dicho. Me piro de concierto con los colegas.

—¿Prefieres un concierto y tus amigotes a estar conmigo?

Prefabricando una cruel sonrisa, Lizzy asintió y afirmó:

—Por supuesto que sí.

Aquella rotundidad a William le cayó como un jarro de agua fría. Ninguna mujer había declinado nunca una cita con él y, conteniendo las ganas que tenía de gritar por el desplante de aquella jovencita, siseó:

—De acuerdo.

Temblorosa pero con una apariencia fuerte y descarada, Lizzy lo miró y preguntó:

—¿Quieres decirme algo más?

William negó con la cabeza. Le encantaría decirle mil cosas. Exigirle que se olvidara de aquellos planes y quedara con él, pero, humillado por su indiferencia y seguridad, no lo hizo. ¡Maldita cría! Tras una dura mirada, finalmente se dio la vuelta y se marchó. No había que insistir más.

Cuando él desapareció, la joven se sentó en una silla. Enfrentarse a aquel titán, que encima era su superjefe, no había resultado fácil, y rechazar quedar con él tampoco, pero ese concierto lo estaba esperando hacía meses y nada lo podía eclipsar… ¿o sí?

Durante aquel largo y tortuoso día, Lizzy trató de no mirarlo todas las veces que se cruzaron por el hotel. Pero, cada vez que sucumbía, se encontraba con la misma respuesta: su indiferencia. William estaba molesto y se lo hacía ver con aquel rictus serio en el rostro. Y al ver aparecer de nuevo a Adriana por la recepción del hotel, Lizzy se quiso morir… y más cuando observó cómo salían del establecimiento cogidos del brazo y comprobó que William ni siquiera la miraba.

«¡Malditos celos!», pensó al entrar en el restaurante, donde comenzó a servir a los comensales.

Durante un descanso, Triana intentó que se calmara. Pero Lizzy era una cabezota incapaz de dar su brazo a torcer.

—Pero, vamos a ver —increpó Triana—. ¿Dónde está el problema? ¿Es su ex? ¿Acaso tú no tienes ex?

Molesta por aquello, respondió:

—Claro que los tengo y precisamente como son ¡ex! no les permito que se tomen ciertas licencias, no sea que piensen cosas que no son. —Y quitándose el flequillo de los ojos, siseó—: Que no, Triana, que no. Que la estoy cagando. Él es quien es. Y yo soy quien soy. ¿Por qué liar más las cosas?

—Pero ¿no ves cómo te busca? Quizá sea tu príncipe azul.

Mientras se abrochaba el chaleco negro para comenzar de nuevo a trabajar, Lizzy miró a su amiga y cuchicheó:

—Mira, romanticona, como diría una que yo sé, los príncipes azules también destiñen. Y no, no me hables de príncipes cuando sabes que el mundo está lleno de ranas, sapos y culebras.

Divertida por aquella comparación, Triana murmuró:

—Bueno, mujer, tampoco hay que ver las cosas tan negras. Te mandó rosas a tu casa para desearte que te repusieras. ¿No crees que es una monada?

Sin duda lo era. William era más que una monada, pero protestó, no dispuesta a bajarse del burro.

—No pegamos ni con cola. Es demasiado mayor para mí. Es demasiado recto, pulcro y severo para estar con una chica como yo.

—Pues yo lo veo ¡monísimo e interesante!

Desesperada, Lizzy miró a su amiga e insistió:

—Pero ¿tú has visto sus pintas y las mías? Él… tan trajeado, tan engominado, tan tieso por el mundo y yo… yo… que no, Triana, que no. Que lo nuestro es un gran error, que estoy viendo que al final me va a costar mi trabajo por idiota y por no pensar las cosas antes de hacerlas. —Y bajando la voz, susurró—: Joder, ¡que me he liado con el dueño del hotel! ¡Con el supermegajefazo de los jefazos!

Triana asintió. Sin duda tenía más razón que un santo, pero, viéndole, como siempre, el lado romántico al asunto, afirmó:

—Los polos opuestos se atraen y… no he conocido en mi vida unos polos más opuestos que vosotros, ¡pero es todo tan novelesco!

Lizzy, al oírla, finalmente soltó una carcajada. Triana no tenía remedio. Asiendo el brazo de su amiga, indicó:

—Anda, romántica empedernida. Comencemos a trabajar antes de que digas más tonterías.

Esa tarde, cuando por fin terminó su turno y salió del hotel sin mirar atrás, se encaminó hacia Paco, su coche. No había visto a William el resto del día y su humor se agrió más al imaginarlo con la idiota de Adriana.

Casi había llegado a su vehículo cuando sonó su teléfono. Al mirarlo vio que se trataba de William. ¿Debía contestar o no? Se moría por hablar con él, pero… pero… Al final, tras mucho dudarlo y con el teléfono sin parar de sonar, se apoyó en su coche y contestó.

—Dime.

—¿Sigues enfadada?

¿Enfadada? Pero ¿él no estaba también cabreado?

Después de un tenso silencio, dejó el bolso sobre el capó para poder moverse con facilidad y respondió intentando medir sus palabras.

—Si mal no recuerdo, tú también estabas muy molesto. —Y, sin poder remediarlo, añadió gesticulando—: Aunque, cuando te has ido con tu amiguita, parecías muy contento.

Él, que la observaba desde el gran ventanal de su despacho, al ver cómo se movía y gesticulaba sonrió y respondió:

—Te aseguro que hubiera estado más contento si hubiera estado contigo.

Saber que había estado con ella le repateó, así que murmuró:

—Mira, Willy…

—William.

—No estoy enfadada, pero lo puedo estar en un pispás. ¿Qué quieres?

Apoyado en el ventanal como un adolescente, propuso:

—¿Cenas conmigo esta noche y lo aclaramos todo?

A pesar de que era lo que más le apetecía, negó con la cabeza. No. No iría. Ella tenía planes y planes muy importantes y, además, él no podía llamar y ella perder el culo, por lo que respondió:

—Lo siento, pero no. Sabes que he quedado con mis amigos.

—Llámalos y diles que no puedes ir.

Con gesto pícaro, torció el cuello y negó.

—Pues va a ser que no.

Molesto de nuevo por aquella negativa, William dio un manotazo a la pared e insistió:

—Tengo ganas de estar contigo, de besarte y aclarar lo ocurrido.

Un suspiro escapó de los labios de Lizzy. Aquella caballerosidad y romanticismo al hablar tan poco habitual en sus ligues podía con ella y, tras retirarse el flequillo de la cara, respondió consciente de que no debía dejarse convencer:

—Por nada del mundo me perdería el concierto de la Oreja de Van Gogh. Mis amigos y yo ganamos esas entradas en un concurso de radio hace unos meses y sólo unos pocos privilegiados vamos a disfrutarlo. Por lo tanto, ¡no! No voy a quedar contigo.

Enfadado por no poder exigirle nada a aquella joven, ni tampoco convencerla, se retiró de la ventana y, claudicando, añadió antes de colgar:

—De acuerdo, Elizabeth. Pásalo bien.

Dicho esto, colgó dejando a Lizzy boquiabierta con el teléfono en la oreja.

—¡Será idiota! —siseó.

Una vez hubo cerrado el móvil, y tras maldecir y acordarse de todos los antepasados del supermegajefazo, sacó las llaves de su coche, lo abrió, se metió en él y, dando un acelerón, se marchó. Era lo mejor.

William, que como ella estaba ofuscado, al ver desaparecer el vehículo llamó a su secretaria.

—Localízame dónde toca esta noche un grupo musical llamado la Oreja de Van Gogh y consígueme una entrada como sea —le pidió cuando se presentó en el despacho.

















Capítulo 5

Aquella noche, tras una tarde plagada de indecisiones por su última conversación con William, Lizzy llegó al local con su amiga Lola, saludó con gusto a sus colegas y durante un buen rato conversó con ellos junto a la barra.

El día había llegado. Allí estaban dispuestos a pasarlo bien y Lizzy, tras dos cervezas, por fin se convenció a sí misma de que tenía que estar allí con sus amigos y no en otro lugar. Lo de William y ella no era real, mientras que sus camaradas sí lo eran.

Mientras hablaba con el Congrio, un tipo con dilataciones en las orejas y más tatuajes que poros en la piel, alguien la besó en el cuello y oyó:

Uoooolaaa, Lizzy la Loca.

Al volverse para mirar, vio a su amigo Pedro el Chato y sonrió.

Uoooolaaaa, Chato.

Pedro y ella eran amigos desde el jardín de infancia. Ambos vivían en el mismo barrio y se llevaban maravillosamente bien. Por un tiempo, Lizzy se olvidó de todo y se centró en hablar con él, quien le comentó que había roto con su novia. Al parecer, tras dos años de relación, Isabel se había colado por un rapero de Vallecas y había pasado de él.

Durante un buen rato, Lizzy estuvo escuchando al Chato y, por suerte, comprobó que llevaba la ruptura de fábula; como éste la vio tan atenta y callada, intuyó que algo le ocurría y entonces fue ella quien le contó lo que le estaba sucediendo con cierto madurito.

Pedro escuchó boquiabierto lo que le explicaba. ¿Se había liado con su jefe?

—Pero ¿te has vuelto loca?

Ella asintió y afirmó dando un trago a su bebida.

—Loquísima.

—¡Que es tu jefe!

—Lo sé… lo sé, pero…

—¿Te has acostado ya con él?

—No. Por raro que parezca, no me lo ha pedido. Es un caballero.

Sorprendido por aquello, soltó una risotada y Lizzy, al entenderlo, aclaró:

—Y no. No es gay. No se te ocurra ni pensarlo.

—¿Seguro? Mira que soy un tío y cuando…

—No es gay y lo sé ¡seguro! Es sólo que Willy es diferente. Es un hombre. Un gentleman, como mi padre, y las cosas las hace de otra manera. Y quizá, que no me meta mano con desesperación como si el mundo se acabara o mi pecho fuera el último del universo, es lo que me atrae. Es tan diferente a mí: tiene clase, elegancia, saber estar y… aunque suene a locura, ¡me gusta!