Excitada por sus palabras y por lo que a través de ellas podía intuir, lo miró y, sin querer entender a qué se refería, negó con la cabeza; él añadió:
—Hablo de que me gusta disfrutar al máximo del sexo. Hablo de que no habrá barreras para que tú y yo alcancemos el máximo disfrute. Hablo de que te haré gozar de mil y una maneras, pero a cambio espero que tú también me hagas disfrutar a mí.
Casi sin respiración, asintió y se percató de que por primera vez en su vida iba a estar con un hombre. William, con gesto serio y morboso, la miró. Le cogió la mano y, metiéndola junto a la de él en el interior de sus bragas, murmuró lentamente mientras la tocaba y la incitaba a tocarse:
—Soy exigente y muy posesivo con lo que deseo.
Una vez dicho esto, hizo que ella misma se introdujera un dedo en su húmeda cavidad. La incitó a masturbarse ante él y, cuando el rostro de Lizzy estuvo rojo de pudor, le pidió que se sacara el dedo y, mirándola a los ojos, lo chupó y, una vez se hubo relamido, siseó:
—Me moría de deseo por saborearte.
Hechizada y encendida por aquel acto y por el poder que de pronto él parecía tener sobre ella sin apenas moverse, notó cómo él, aún vestido, le bajaba las bragas. Una vez se las hubo quitado, la miró a los ojos mientras su mano paseaba ahora por su húmeda vagina con total tranquilidad.
—En mi vida diaria puedo ser un anodino y aburrido hombre de negocios que pasa desapercibido —murmuró con voz ronca—. Pero en el sexo, el disfrute y el placer, te aseguro que soy todo lo contrario. Pero no temas, Lizzy la Loca, nunca haré nada que tú previamente no me hayas autorizado. No me excita el dolor. Me excita la complacencia, el morbo y el deleite. ¿Tú deseas eso también?
Agitada por lo que escuchaba y por lo que le hacía sentir, Lizzy abrió la boca y se la ofreció junto al resto de su cuerpo. William, sin dudarlo, aceptó aquel ofrecimiento tan lleno de deseo.
En el silencio de la casa, la besó con gusto mientras las impacientes manos de ella le desabotonaban la camisa; ésta cayó al suelo y, posteriormente, le desabrochó y quitó los pantalones y los calzoncillos.
Cuando quedó desnudo ante ella, William, con una cautivadora sonrisa, la miró y le preguntó tal como había hecho ella anteriormente:
—¿Te gusta lo que ves?
Aquella chulería, tan poco propia de él, la hizo sonreír, y más cuando le oyó decir mientras ella le agarraba el pene con seguridad para tocárselo:
—Te haré gritar mi nombre de placer, Elizabeth.
Con la boca seca por el deseo, cuando tocó aquel enorme miembro, erecto y listo para ella, jadeó y supo que gritaría su nombre a los cuatro vientos.
Como un lobo hambriento, William se dejó de remilgos y, agarrando a Lizzy, la acercó a su cuerpo. Su fuerte miembro chocó contra ella y, tras besarla, la cogió entre sus brazos y se la llevó hasta una oscura habitación.
Al entrar, sin encender la luz, la dejó sobre una enorme cama y murmuró sobre su boca:
—Ahora, sin quitarte esas botas militares que tanto adoras y que tanto me excitan en estos momentos, quiero que abras las piernas y te masturbes para mí, mientras me coloco un preservativo… ¿lo harás, Elizabeth?
Exaltada, asintió y, bajo su atenta mirada, se abrió de piernas y ella misma se introdujo un dedo lentamente para que él lo observara.
Acto seguido, él encendió la luz de la lamparita de la mesilla, abrió un cajón y sacó una caja de preservativos.
Sin quitarle los ojos de encima, regresó frente a ella y, tras coger un condón, tiró la caja sobre la cama y, mirándola, se lo puso mientras exigía:
—Nuestra música serán tus jadeos y posteriormente los de ambos. Eso es… No cierres las piernas… Así… quiero ver tu sensualidad… Sí… tócate… tócate para mí.
Excitada por sus palabras, su mirada, el momento, el deseo, la locura y el frenesí, prosiguió masturbándose para él… A continuación él se agachó ante el manjar que ella le ofrecía sin reparos, le sacó el dedo del interior de la vagina y de nuevo se lo chupó.
Lizzy fue a moverse para mirarlo, pero él dijo:
—No te muevas y no cierres las piernas. Abiertas… eso es… Bien abiertas para mí.
Con la respiración a mil, obedeció.
William y su exigente manera de hablarle en aquel momento la estaban volviendo loca. Aquello nada tenía que ver con sus anteriores experiencias. Aquello era morbo en estado puro.
—Eres deliciosa, Elizabeth… deliciosa —murmuró él gustoso mientras le retorcía los pezones y posaba la boca sobre su ombligo.
Cuando sintió cómo la tocaba para estimularla y con su caliente boca la besaba hasta bajar a su monte de Venus, Lizzy jadeó.
—Ábrete con los dedos para mí y levanta las caderas hacia mi boca —le pidió William.
Locura. ¡Aquello era pura locura!
Ella obedeció y se expuso totalmente a él. Como un maestro, William la chupó y la succionó. Cuando se centró en el clítoris, extasiada le agarró la cabeza y lo apretó contra ella, perdiendo la poca cordura y vergüenza que le quedaban hasta gritar su nombre y pedirle que no parara, que continuara.
Encantado al oírla, sonrió. La agarró de las caderas y, abriéndola a su antojo, la despojó de todo, quedándose todo para él. Enloquecida por aquello, cerró los ojos y jadeó mientras se apretaba contra él, deseosa de dar y recibir más.
Con destreza y posesión, William movió su lengua sobre aquel hinchado botón del placer, mientras ella temblaba y se humedecía mil veces volviéndolo literalmente loco.
Cuando la tuvo totalmente entregada a él, le introdujo un dedo en la vagina y, sin ninguna inhibición, otro en su apretado ano. Ella gimió de placer y abrió los ojos.
—Todo lo que me ofrezcas será mío… todo —susurró mirándola.
Lizzy asintió. Todo… le ofrecía todo de ella y anhelaba que lo tomase.
Durante varios minutos ella movió sus caderas en busca de su desmesurado placer y William, cuando no pudo más, sacó los dedos del interior de ella y, acomodándose sobre sus caderas, guio su duro e impaciente pene y, sin apartar los ojos de los de ella, la penetró.
La joven se arqueó y jadeó. El placer era extremo y sus piernas mecánicamente se abrieron más para recibirlo mientras se apretaba contra él. William sonrió y, cuando sintió los tobillos de ella cerca de sus nalgas, mirándola, murmuró:
—Me gusta poseerte. ¿Te gusta a ti?
—Sí… sí…
Loco por su reacción, su boca y su entrega, apretándose de nuevo contra ella la volvió a penetrar con fuerza. Ella gritó y él le cogió las manos y se las puso sobre la cabeza; los jadeos y los gemidos de ambos se mezclaron como una canción.
Una… y otra… y otra vez… se hundió en ella consiguiendo que el placer mutuo fuera increíble. Ambos jadeaban. Ambos gritaban. Ambos gozaban. Y ambos querían más.
—Disfrutas…
Lizzy asintió y él, con fuerza, la embistió y sintió cómo su vagina se contraía para recibirlo.
—¿Te gusta así? —insistió mientras la embestía de nuevo.
—Sí… sí… —consiguió balbucear enloquecida.
Repetidas penetraciones que los dejaban a ambos sin aliento se sucedieron una y otra vez. El deseo era tal que el agotamiento no podía con ellos. Aquello era fantástico y William, cambiándola de posición, volvió a darle lo que ella tanto exigía y él deseaba ofrecer.
—Willy… ¡Oh, Dios!
—Elizabeth… —balbuceó él vibrando al sentirse totalmente dentro de ella.
Ambos temblaron. Aquello era maravilloso y, cuando él tomó aire, ordenó:
—Dame tu boca.
Aquella exigencia tan cargada de morbo y deseo la excitó aún más. Ella se la entregó y él la besó y tragó sus gritos de placer mientras él la empalaba sin descanso, hasta que el clímax les llegó y ambos se dejaron llevar por la lujuria y el rotundo placer.
Un par de minutos después, y una vez que sus pulsaciones se acompasaron, William, que se había dejado caer a un lado en la cama, la miró y susurró:
—Ha sido increíble, Elizabeth.
Extasiada por cómo aquel hombre le había hecho el amor, asintió y afirmó todavía sin resuello:
—Flipante, Willy.
Oír cómo lo llamaba por aquel diminutivo le hizo sonreír; luego Lizzy cuchicheó:
—Eres una máquina de dar placer.
—Tú también, preciosa Elizabeth.
Divertido, tras decir aquello soltó una risotada y todavía con el pulso acelerado fue a hablar cuando ella añadió:
—Nadie… nadie me había hecho el amor así.
A William no le gustó pensar en otro haciéndole el amor y, con gesto serio, murmuró:
—Desafortunado comentario, Elizabeth.
Ella lo miró y, frunciendo el ceño, gruñó:
—¿Desafortunado? Pero si acabo de decirte que eres increíble y un maquinote en el sexo.
—Sobra el haber mencionado que otros hombres te han poseído. Eso sobra en este momento, ¿no lo entiendes?
Al hacerlo, ella asintió; él tenía razón y siseó:
—Es verdad, te pido disculpas.
Sin ganas de polemizar por aquello, finalmente él sonrió y, hundiendo la nariz en su pelo, dijo:
—Me gusta dominar en la cama, cielo, y luego querré atarte las muñecas y los tobillos para hacerte mía y sentirte vibrar bajo mi cuerpo. ¿Te agrada la idea?
Escuchar lo que proponía y cómo lo decía la puso a mil por hora y asintió. William sonrió y, al ver en ella una buena compañera de juegos, la besó, la cogió en brazos y murmuró:
—Vayamos a la ducha…
Allí, bajo el agua, ella se sació de su pene hasta que William la arrinconó contra las baldosas y de nuevo le hizo el amor con posesión y deleite. Eran dos animales sexuales y lo sabían. Lo comprobaron y lo disfrutaron.
Así estuvieron durante horas. No hubo una sola parte de sus cuerpos que no se besaran, que no se poseyeran, que no gozaran, hasta que a las seis de la mañana, agotados, se durmieron uno en brazos del otro.
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