Era él; molesta, respondió: «Fumando».
En el comedor, mientras oía hablar a su padre y a aquellos dos, William miró su móvil y rápidamente contestó: «No me gusta que fumes. ¿Dónde estás?».
Lizzy, sin querer decirle dónde se hallaba, estaba pensando qué responder cuando recibió otro mensaje que decía: «Si no me lo dices, le diré a Triana que te busque y te traiga ante nosotros».
Al leer aquello, la joven blasfemó y contestó: «Si haces eso, no me volverás a ver en tu vida».
Incómodo por no poder hablar con ella, William finalmente se disculpó y, tras decirle algo a Triana, mientras caminaba hacia su despacho escribió: «Te quiero en mi despacho en tres minutos o yo mismo te iré a buscar».
Lizzy miró hacia los lados. ¿Se había vuelto loco? Sin moverse, continuó fumando; recibió otro mensaje que ponía: «No hagas que mi yo más maligno salga. Ven al despacho ¡ya!».
En ese instante apareció Triana, que la miró angustiada, y Lizzy dijo:
—Vale… vale… ¡Iré!
Una vez hubo apagado el cigarrillo, salió por la parte trasera de la cocina y subió hasta la planta donde estaban los despachos. Al ver que la secretaria no se encontraba en su puesto, entró directamente. Allí se topó con un ofuscado William que, al verla, caminó directamente hacia ella, la cogió del brazo, la llevó tras una librería y, aplastándola con su cuerpo, siseó:
—Hueles a tabaco.
Con una sonrisa que a él lo bloqueo, ella susurró:
—Oh…, fíjate, ¿será porque he fumado?
William, con gesto serio, la miró y finalmente, dulcificando el rostro, dijo:
—No vuelvas a desaparecer así.
Dispuesta a contestarle, algo que seguramente lo enfadaría más, fue a hablar cuando él la cogió entre sus brazos y la besó. La aprisionó contra la librería y, haciéndole sentir su deseo, murmuró a la vez que ella protestaba al notar que le subía la falda del uniforme:
—Mi secretaria no está…
No hizo falta decir más. Las bragas de Lizzy volaron segundos después y, contra la librería, él la hizo suya, demostrándole cuánto la deseaba y recordándole que Adriana no era nada para él.
Una vez que hubieron acabado, cuando la soltó en el suelo y ella se puso las bragas, William la miró y, cogiéndola de una mano para que lo mirara, dijo:
—Esta noche tengo un compromiso para cenar y no sé a qué hora acabará.
—¿Con Adriana?
Como no quería mentirle, asintió.
—Ella trabaja para mi grupo empresarial y, aunque la cena nada tiene que ver con la empresa, es importante. —Al ver su gesto de desconfianza, añadió—: Es un tema que he de tratar con ella, con mi padre y otras personas. No desconfíes de mí. Pero mañana por la noche tú y yo tenemos una cita en mi casa y en mi cama. ¿Entendido?
Al final ella sonrió y William, al verla así, murmuró:
—Sonríe, Elizabeth. Estás preciosa cuando lo haces. Y, por favor, no te vayas del restaurante cuando yo esté; al menos, mientras estoy allí, te puedo sentir cerca.
Cinco minutos después, tras varios besos y algo más sosegados, abandonaban el despacho, retomaban sus trabajos y deseaban que llegara la noche siguiente para estar juntos.
Al día siguiente, cuando Lizzy llegó a trabajar, se sorprendió al no ver a William allí, pero se alegró cuando apareció un par de horas después. Esta vez iba vestido con su inseparable traje oscuro y su corbata. Su aspecto era serio. Demasiado serio y, cuando la miró, no esbozó ni una tímida sonrisa, y eso la mosqueó.
¿Qué había ocurrido?
Durante el día no lo vio. Estuvo reunido en su despacho y no bajó a comer ni pidió que nadie le subiera nada. A Lizzy los nervios la comenzaron a atenazar. ¿Y si había ocurrido algo con Adriana?
Cuando su turno de trabajo terminó, mientras caminaba hacia su coche recibió un mensaje: «A las ocho en mi casa».
Como un reloj, a las ocho de la noche ella llamaba al portero automático y luego entraba en la cara finca de la calle Serrano. Al salir del ascensor, William la estaba esperando. Sólo vestía un vaquero de cintura baja y no llevaba nada en el torso.
«Qué sexy», pensó Lizzy mientras él la besaba.
Al entrar, Lizzy se sorprendió al oír música… y sonrió al reconocer que se trataba del cedé que ella le había regalado en Toledo. Eso le gustó. Y se sorprendió aún más al ver una preciosa mesa para dos preparada en el salón, iluminado por una vela.
—Pensé que te gustaría cenar conmigo aquí.
Encantada, asintió. Nada le apetecía más que aquella intimidad.
—Desnúdate —le pidió él.
Sorprendida por aquello, lo miró y él aclaró:
—Cenaremos desnudos. No quiero privarme de nada el rato que estemos juntos.
Al ver su ceño fruncido, ella se acercó y preguntó:
—¿Has tenido un mal día?
William asintió.
—Sí. Pero sé que tú y tu sonrisa lo van a mejorar.
Abrazándolo por aquel bonito cumplido, Lizzy sonrió y cuchicheó:
—Haré todo lo que pueda para que disfrutes este rato y olvides todo lo que necesitas olvidar.
—Gracias, cielo —murmuró satisfecho por aquella positividad.
Tras besarse, comenzaron a desnudarse cuando de pronto sonó el portero de la casa. Ambos se observaron y William afirmó:
—No espero a nadie.
Entre risas, Lizzy se terminó de desabrochar la camisa y pocos minutos después sonaron unos golpes en la puerta de la casa. Se miraron y ambos oyeron la voz de Adriana que decía:
—William, amor. ¡Abre! Sé que estás ahí. Oigo la música y tenemos que hablar urgentemente.
Él maldijo. ¿Qué demonios hacía Adriana allí?
Rápidamente, Lizzy se comenzó a abrochar la camisa ofuscada, lo miró y siseó:
—¡Qué hace ella aquí!
—No lo sé —murmuró él.
Molesta por aquella intromisión, volvió a indagar:
—¿Qué es eso de que tenéis que hablar?
Desconcertado por aquello, no contestó; susurró, mientras se abrochaba los pantalones:
—Te he dicho que no lo sé.
Cada instante más enfadada, Adriana aporreó la puerta de nuevo y finalmente William gritó:
—Un segundo… estoy saliendo de la ducha.
Adriana, al oírlo, puso los ojos en blanco y cuchicheó:
—Amor, ni que nunca te hubiera visto desnudo.
—¡Será perra! —se quejó Lizzy al oír lo que decía.
En ese instante sonó el móvil de William. Era su padre. Lo cogió y, tras atender una corta llamada que lo hizo blasfemar, miró a la joven que tenía delante y anunció:
—Elizabeth, tienes que marcharte.
—¿Por qué? ¿Qué ocurre?
Con un gesto que la chica no supo descifrar, repuso:
—Ha ocurrido algo…
—¿Qué ha pasado?
William, sin responder ni mirarla, fue hasta la puerta y, al abrir, Adriana entró y dijo:
—Amor… ha sucedido algo horrible. —Acto seguido clavó sus ojos en la muchacha que estaba frente a ellos y preguntó con gesto tosco—. Y ésta, ¿quién es?
Durante unos segundos, William y Lizzy se contemplaron. Justo empezaba a sonar la canción Sé que te voy a amar[6]. Ella quería ver cómo la presentaba, pero finalmente, él se puso una camisa que había cogido del sillón y respondió:
—No es nadie importante, Adriana. Vámonos.
Bloqueada por aquella contestación, Lizzy lo miró. Y mientras William empujaba a la otra para salir de su casa cuanto antes, con un extraño gesto, miró a Lizzy y añadió:
—Cuando salgas, cierra la puerta, por favor.
Dicho esto, se marchó dejándola totalmente desconcertada debido a lo que había dicho de que no era nadie, mientras la canción hablaba de despedidas, ausencias y llanto.
Con piernas trémulas, se sentó en una silla y se dio aire con la mano.
¿Ella no era nadie importante?
Temblando de rabia, cogió un vaso de la mesa, lo llenó de agua y, tras beber, respiró hondo y murmuró:
—Vete a la mierda, William Scoth.
Dicho esto, apagó la música y las luces y salió de la casa con el corazón roto.
Capítulo 7
Al día siguiente, cuando se levantó para irse a trabajar, todo un nubarrón de sentimientos le hizo saber que no iba a ser un buen día. Debía enfrentarse a verlo en el hotel y eso la destrozó.
En la ducha intentó relajarse, pero le fue imposible. No podía olvidar aquello de «no es nadie importante».
¿Sería gilipollas?
Al salir de la ducha y comenzar a vestirse, recibió un mensaje en el móvil. Al cogerlo vio que era de William.
«Salgo para Londres. Siento no poder despedirme».
Incrédula, leyó el mensaje veinte veces más. Sin duda, para él era ¡nadie! Ni siquiera se iba a molestar en despedirse de ella.
Sin entender lo que había ocurrido, llegó a trabajar al hotel. Allí todo continuaba tan normal como siempre y, cuando vio a la secretaria en el restaurante, le preguntó por la precipitada marcha del jefe. Ésta, a nivel de cotilleo, le comentó que, al parecer, había surgido un problema con la exmujer de William y que éste había tenido que regresar inmediatamente.
Descorazonada por todo y en especial por no entender nada, sonrió y decidió proseguir con su trabajo. Era lo mejor.
Dos días después, el dolor por su lejanía, por no saber nada de él y por sus últimas palabras la habían calcinado y finalmente se convenció de que el rollito con su jefe se había acabado y ahora tendría que pagar las consecuencias de haber cometido aquella locura. Sin duda, ella había sido la tonta camarera que le había hecho los días más agradables durante su estancia en Madrid, nada más.
Así paso una semana. Siete horrorosos días en los que realmente sintió que no había sido para él nadie importante e intentó salir con sus amigos para no pensar y olvidarse de él. Algo imposible. William le había calado hondo.
Pero una de las mañanas, mientras recogía con el carrito las bandejas de comida que los huéspedes habían dejado en las habitaciones ahora vacías, al entrar en una de ellas oyó a sus espaldas:
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