William, al ver hacia dónde miraba ella, insistió:
—Expreso lo que siento y, como una vez me dijiste, si ellos se escandalizan, es su problema y no el nuestro.
Sin dar su brazo a torcer, él se sacó un anillo del bolsillo y, poniéndoselo delante, iba a hablar cuando ella siseó:
—Ni se te ocurra… o juro que te arranco la cabeza.
William sonrió y, sin hacerle caso, empezó a decir:
—Elizabeth, yo…
Con un rápido movimiento, ella le tapó la boca y, mirándolo, insistió:
—¡Que no lo hagas!
William permitió que ella le tapara la boca y, cuando se la destapó, prosiguió:
—Elizabeth, sé que es una locura, pero… ¿quieres casarte conmigo?
Un nuevo «ohhhhh» emocionado se volvió a oír en el restaurante. Cada vez había más gente mirando y él continuó:
—Vamos, cielo. No me puedes decir que no.
Horrorizada, lo miró.
Pero ¿dónde estaba el hombre discreto y celoso de su intimidad?
Sin poder evitarlo, respondió:
—Pues te digo que no. Y, por si no te has enterado, lo repito: ¡¡no!!
—Lizzy —protestó Triana, que los observaba—. ¿Qué estás haciendo?
Tras mirar a su amiga, le pidió silencio cuando el jefe de sala de la joven, acercándose a ellos, dijo azorado:
—Señor Scoth, creo que lo que está ocurriendo no es…
—Le agradecería, señor González —dijo William con rotundidad—, que no se entrometiera en la conversación que mantengo con la mujer que amo.
—Pero, señor…
William lo miró con gesto serio y éste finalmente se calló, justo en el momento en el que Lizzy comenzaba a caminar con brío hacia las cocinas. Debía huir del comedor y de las docenas de miradas indiscretas antes de que todo se liara mucho más, pero una mano la agarró y no la soltó. Era William.
—Escúchame, Elizabeth.
—No.
—Elizabeth, sé que no crees en los cuentos de hadas, pero…
—Olvídame, ¡no existo para ti!
Sin darse por vencido y sabedor de la cabezonería de ella, insistió sin soltarla:
—Vamos a ver, respira y mírame.
—No quiero respirar y ¡suéltame! —gritó descompuesta.
Aquel grito hizo que él le soltara el brazo y ella, desconcertada y sabedora de que todo había sido descubierto por su jefe inmediato y sus compañeros, voceó sin importarle ya nada. ¿Qué más daba?
—No sólo me haces sentir una don nadie, sino que ahora también, por tu culpa, me voy a quedar sin trabajo. ¿Te has vuelto loco?
William asintió y, ante el gesto de alucine de ella, afirmó:
—Total y completamente loco por ti, cariño.
Incrédula, Lizzy parpadeó. ¿Había oído bien? Él, al verla tan desconcertada, prosiguió:
—No lo hice bien. Sé que te debería haber llamado todos los días cuando me fui para solucionar lo de mi exmujer. Lo sé. —Y tomando aire, afirmó—: Pero te quiero. Estoy loco y apasionadamente enamorado de ti y, repito, ¿quieres casarte conmigo?
Un «¡ohhhh!» general se oyó de nuevo en el restaurante. Todos los comensales, los camareros, su jefe y hasta los cocineros, que habían salido de las cocinas, los observaban, mientras Triana, emocionada, sonreía. Si Lizzy le decía que no a aquel hombre, estaba loca de atar.
—Sé que presentarme así es una locura. Incluso sé que lo de la boda es otra insensatez —agregó él—. Pero un mes sin verte me ha bastado para saber que no quiero vivir sin ti. Si no quieres vivir en Londres porque estarás alejada de tus padres o tus amigos, ¡vivamos en Madrid! Estoy abierto a todos los cambios que quieras proponer y…
—Cierra la boca, William.
—Willy —corrigió él.
—Para de una vez —gimió ella.
—No, cariño. Lo he pensado y no voy a parar.
—Pero… William…
—Willy —insistió y, abriendo los brazos, murmuró—: Tú me has enseñado a ser más extrovertido, más abierto y franco. Me has hecho ver la vida desde otro prisma y, ahora, no sé qué hacer sin ti.
Lizzy tembló. Esas palabras le estaban afectando más de lo que nunca pensó. Luego le oyó decir:
—Me has enseñado a sentir, a apreciar, a percibir la vida de otra manera y ahora necesito seguir lo que mi corazón quiere. Y lo que él quiere y yo quiero eres tú. Sólo tú.
Oír aquello conmovió a Lizzy.
Buscó apoyo moral en su amiga Triana, que, a pocos pasos de ellos, enternecida, se tapaba la boca con una servilleta mientras grandes lagrimones corrían por su cara. Aquel loco, desatado, imprevisible y maravilloso amor era lo que ella siempre había buscado y de pronto Lizzy lo tenía frente a ella; sin poder evitarlo, se emocionó.
Aquellas lágrimas tan significativas a William le dieron valor para acercarse a ella y lenta, muy lentamente, le pasó una mano por la cintura, hizo que lo mirara a los ojos y dijo:
—Ahora que has conseguido que te diga las cosas que nunca pensé decir delante de tantas personas y que sabes que te quiero con locura, ¿qué tal si me dices que tú también me has echado de menos?
Lizzy cerró los ojos. Aquello era una locura, pero… ¡viva la locura! Tras tomar aire y saber que ella sentía exactamente lo mismo que él y que ante eso nada se podía hacer, abrió los ojos y, segura de lo que iba a decir, murmuró sonriendo:
—Te he echado de menos, William.
Aquellas simples palabras le hicieron saber a él que por fin todo estaba bien y suspiró mientras corregía:
—Willy, cariño. Willy para ti.
Volvía a tener a la mujer que amaba a su lado y, acercando sus labios a los de ella, la besó, sin importarle las docenas de ojos emocionados que los observaban, ni los aplausos que se oyeron tras aquel candoroso y romántico beso.
Una vez que sus bocas se separaron, Lizzy, sin comprender todavía lo que había ocurrido, fue a hablar cuando él la cogió entre sus brazos y, entre vítores, la sacó del restaurante.
—William, suéltame.
—Willy —murmuró él.
—Tengo que trabajar. —Ella rio.
—No, cielo. Hoy no trabajas. Te doy el día libre.
Divertida por aquello, sonrió y, al ver que bajaba la escalera del hotel mientras la gente aplaudía a su paso, preguntó:
—¿Adónde vamos?
William, feliz como nunca en su vida, anunció:
—A mi casa, que a partir de este instante es nuestra casa. Allí te desnudaré, te haré el amor y terminaré de convencerte para que te cases conmigo mañana mismo, aunque sea en Las Vegas. Ah, por cierto, hablé con tu padre esta mañana y tanto él como tu madre nos dan su bendición y no te esperan esta noche a dormir.
Alucinada, lo miró.
—¿Has hablado con mis padres?
Él asintió y explicó:
—Cuando saliste de casa, me recibieron y tuve una larga e interesante conversación con ellos. Por cierto, tu madre hace unas tostadas muy ricas.
Boquiabierta al pensar en sus padres, soltó una carcajada y, observándolo, cuchicheó:
—Willy, estás loco.
Encantado por aquello, él la besó y añadió:
—Me encanta que me llames Willy y, sobre todo, saber que hago buena pareja con Lizzy la Loca.
La susodicha, al oír aquello, puso los ojos en blanco pero finalmente sonrió. Él acababa de cometer una gran locura por amor y, sin duda, ella no se iba a quedar atrás.
Los cuentos de princesas que su madre le leía cuando era pequeña no existían o raramente pasaban en la vida. Sin embargo, ella era una chica afortunada y su cuento de amor, con su morboso y maravilloso príncipe llamado William, acababa de comenzar.
MEGAN MAXWELL. Es una reconocida y prolífica escritora del género romántico. De madre española y padre americano, ha publicado novelas como Te lo dije (2009), Deseo concedido (2010), Fue un beso tonto (2010), Te esperaré toda mi vida (2011), Niyomismalosé (2011), Las ranas también se enamoran (2011), ¿Y a ti qué te importa? (2012), Olvidé olvidarte (2012), Las guerreras Maxwell. Desde donde se domine la llanura (2012), Los príncipes azules también destiñen (2012), Pídeme lo que quieras (2012), Casi una novela (2013), Llámame Bombón (2013) y Pídeme lo que quieras, ahora y siempre (2013), además de cuentos y relatos en antologías colectivas. En 2010 fue ganadora del Premio Internacional Seseña de Novela Romántica; en 2010, 2011 y 2012 recibió el Premio Dama de Clubromantica.com y en 2013 recibió el AURA, galardón que otorga el Encuentro Yo Leo RA (Romántica Adulta).
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