Lizzy enredó sus dedos en el abundante pelo engominado de él y, enardecida, se lo revolvió, mientras notaba cómo él la apoyaba contra la pared y le metía las manos por debajo de la falda del uniforme para tocarle con posesión las nalgas.

«Dios… Dios… Diossssss, ¡qué placer!», pensó arrebatada al sentirse entre sus brazos.

Extasiada por lo que aquel hombre le hacía experimentar, se dejó llevar. Nunca ninguno de los chicos con los que había estado la había besado con tanto deleite, ni tocado con tanta posesión, y un jadeo escapó de su cuerpo cuando él, separando su boca de la de ella unos milímetros, murmuró:

—Te arrancaría las bragas, te separaría los muslos y te haría mía contra esta pared, luego sobre la mesa y seguramente en mil sitios más. ¿Lo permitirías, Elizabeth?

Excitada, calcinada y exaltada al oír a aquel hombre decir aquella barbaridad tan morbosa, se olvidó de todo decoro y asintió. Sí… sí… sí… quería que le hiciera todo aquello. Lo anhelaba.

Sin demora, la mano de William agarró un lateral de sus bragas y tiró de ellas con suavidad para clavárselas en la piel. Ella jadeó.

—Hazme saber lo que te gusta para poder darte el máximo placer, Elizabeth.

Esas calientes palabras y los movimientos de su mano enredada en sus bragas la volvieron loca. Inconscientemente, un nuevo jadeo cargado de tensión salió de su boca y tembló de morbo al sentir que un experto en aquella linde era quien guiaba la acción y la iba a hacer disfrutar.

No hacía falta hablar. Ambos sabían a qué jugaban y qué querían… hasta que sonó el teléfono de la mesa del despacho y, de pronto, la magia creada se rompió en mil pedazos.

Separaron sus lenguas y posteriormente sus bocas para mirarse. La mano de él soltó las bragas, mientras sus respiraciones desacompasadas les hacían saber el deseo que sentían el uno por el otro.

De repente Lizzy pensó en su padre. Si él se enterara de lo que estaba haciendo con su jefe en aquel despacho, se llevaría una tremenda decepción. Él no la había criado para eso y, temblorosa, susurró:

—Creo… creo que es mejor que paremos.

William la miró. Si por él fuera, la desnudaría en un instante para continuar con lo que deseaba con todas sus fuerzas, pero, como no quería hacer nada que ella no deseara, murmuró:

—Tienes razón. Éste no es el mejor sitio para lo que estamos haciendo.

Lizzy asintió rápidamente y afirmó:

—No, no lo es.

Con pesar, William la bajó al suelo y, una vez la hubo soltado, se tocó el pelo para peinárselo; cuando fue a decir algo, ella se dio la vuelta y se marchó. Necesitaba salir de allí. El calor y la vergüenza por lo ocurrido con él apenas la dejaban respirar y corrió hacia la escalera; no quería esperar el ascensor.

Cuando llegó a las cocinas, fue hacia el fregadero, se llenó un vaso de agua y se lo bebió.

¿Qué había hecho?

Por el amor de Dios, ¡se había liado con el jefazo!

Sus labios aún hinchados por los fogosos besos de aquel hombre todavía le escocían cuando oyó a su jefe de sala decirle:

—Vamos, Lizzy, regresa al restaurante. Te necesitan.

Soltó el vaso, se arregló la falda y, levantando el mentón, volvió a su trabajo. No era momento de pensar, sólo de currar.

Esa tarde, cuando salió del hotel, decidió irse a tomar algo para meditar sobre lo ocurrido. Sin duda, se había vuelto loca. Ella no era una mojigata, pero… ¡liarse con el jefazo en su despacho clamaba al cielo! No era que la faltara un tornillo, ¡sino veinte mil!

Pensó en llamar a su amigo Pedro. Siempre la entendía y con él tenía una confianza extrema. Pero no. Tampoco podía hacerlo. Algo en ella se avergonzaba. Liarse con el superjefe era una de las cosas peor vistas por la gente y hasta ella misma se horrorizó. Si sus padres se enteraran, se querría morir de la vergüenza.

Pero, le gustara o no, era incapaz de dejar de pensar en él… en su boca, en sus ojos, en sus manos cuando la habían tocado, en sus palabras morbosas y llenas de deseo… Resopló. Sin duda aquel hombre sabía muy bien lo que se hacía. Se lo había demostrado en décimas de segundo y sólo con imaginarlo se acaloraba de nuevo.

William, que como ella le estaba dando mil vueltas a lo ocurrido, intentó no cruzarse con la joven durante todo el día para no incomodarla, pero estuvo pendiente de su marcha. Cuando vio que ella salía del hotel, no lo dudó y la siguió a cierta distancia. Si antes pensaba en ella, tras lo sucedido, y tras haber probado sus besos, se había convertido en una loca necesidad.

Llovía como en Londres. En noviembre, el tiempo en Madrid era cambiante, y Lizzy, tras aparcar su coche en un parking público, caminó bajo su paraguas por las calles de la capital hasta entrar en un Starbucks.

William le pidió a su chófer que se marchara y, sin paraguas, anduvo tras ella; cuando la vio entrar en aquel local, la buscó a través de la cristalera. Mirarla, desearla y recrearse en lo ocurrido ese día se había convertido en su mayor afición. Cuando la localizó, empapado de agua, la vio recoger en una bandeja su pedido y dirigirse hacia el fondo.

Calado hasta los huesos, vio que ella buscaba una mesa libre mientras movía los hombros y la cabeza al compás de la música. Sin duda llevaba los auriculares puestos. Sonrió. Justamente aquella jovialidad, frescura y poca vergüenza eran lo que llamaba tanto su atención, y la observó sin ser visto.

Durante varios minutos, como un tonto bajo la lluvia, se planteó si entrar o no. Ella trabajaba para él. Lo ocurrido en su despacho había sido una insensatez. Él era su jefe y debía comportarse como tal. No debía proseguir con aquel complicado juego o se quemaría. Estaba recién divorciado. Apenas hacía cuatro meses que había recuperado su preciada libertad, pero era verla y obviar aquel detalle para querer conocerla.

Cinco minutos después, había decidido que lo mejor era marcharse y se dio la vuelta. Él no era así. Nunca había acosado a una mujer y, siendo quien era en aquel hotel, debía dar ejemplo en la empresa. Las relaciones entre los empleados estaban prohibidas. No. Definitivamente debía olvidar lo sucedido.

Pero, al igual que le había pasado a Lizzy cuando fue a coger el ascensor, de pronto William se dio la vuelta y, con decisión, regresó sobre sus pasos y entró en el Starbucks. Deseaba estar con ella.

Fue hasta la caja y pidió un expreso en taza de cerámica. Él no bebía en recipientes de plástico.

Una vez lo pagó y la camarera se lo sirvió, dudó de nuevo.

¿Debía acercarse a ella?

La observó. Ella parecía enfrascada escribiendo en su iPad mientras escuchaba música. Ni siquiera se había percatado de su presencia. Como un bobo y con el traje empapado, caminó hacia un lateral del Starbucks, pero al final se dio la vuelta, tomó aire y se dirigió hacia ella.

Cuando estuvo a su lado, sin que ella aún hubiera levantado la cabeza, la saludó:

—Buenas tardes, Elizabeth.

Lizzy ni se inmutó; continuó con su iPad y su música. Boquiabierto al verla tan abstraída, pensó qué hacer y finalmente extendió la mano y le tocó el hombro para llamar su atención.

Sobresaltada, lo miró y se quedó muda.

Durante unos segundos, sus ojos se encontraron, hasta que, señalando el sillón libre que había a su lado, él dijo:

—¿Puedo sentarme contigo?

Se quitó los auriculares tremendamente sorprendida y asintió.

Pero, bueno, ¿qué hacía él allí?

William se acomodó a su lado y, al ver que ella hablaba por Facebook a través de su iPad, le preguntó:

—¿Te diviertes en las redes sociales?

Aún bloqueada por verlo a su lado, respondió acalorada al recordar, una vez más, lo ocurrido entre ellos.

—Sí.

Los nervios la atenazaron. ¿La había seguido?

Al mirarlo con detenimiento, vio que estaba empapado. No llevaba paraguas, y su traje, su pelo, su camisa… chorreaban. Pobre. Debía de estar congelado.

Durante un minuto que se hizo eterno, ambos se mantuvieron en silencio sumidos en sus propios pensamientos hasta que finalmente él, al ver el efecto que había causado en ella, se levantó y dijo:

—Lo siento. Te he interrumpido. Será mejor que me vaya.

Eso la hizo reaccionar y, agarrándolo del brazo, pidió:

—Quédate. No interrumpes nada.

Cuando él se volvió a sentar, ella apagó el iPad y, mirando la taza de cerámica que él llevaba, preguntó:

—¿Qué estás bebiendo?

—Un expreso, ¿y tú?

Lizzy contempló su vaso de plástico transparente donde ponía su nombre en rotulador negro y respondió:

—Un frappuccino de vainilla.

Él miró el vaso y, sorprendido, planteó:

—¿Está bueno servido en un recipiente de plástico?

Ella asintió y, cogiéndolo, lo puso delante de él y dijo:

—¿Quieres probarlo?

William la miró y, sonriendo por primera vez, murmuró:

—No, gracias. Con el expreso tengo suficiente.

Nerviosa y desorientada por su presencia, dio un trago a su bebida.

—¿Qué haces aquí? —preguntó.

Cansado de sentirse como un quinceañero cuando en realidad era un infalible hombre de negocios londinense, pensó en qué decir, pero finalmente confesó.

—Te he seguido.

Lizzy se atragantó.

—¡¿Qué?!

—Quería estar contigo. —Incrédula, pestañeo, y él añadió—: No sé si debo disculparme por lo ocurrido hoy en el despacho, pero es verte y desear cosas que nunca pensé que desearía con una joven como tú.

—¿Como yo? ¿Qué quiere decir eso de «una joven como yo»?

Sin poder evitarlo, levantó una mano hacia el lado de la cabeza que Lizzy llevaba rapado y, tocándoselo, murmuró:

—Soy bastante mayor que tú y…

—Ah, vale —lo cortó—. Ya te entiendo.

William sonrió y, rozándole el óvalo de la cara, dijo:

—Me atraes mucho. Tanto como para cometer la locura que he hecho hoy en mi despacho, pero también soy consciente de que hice algo que no debía.