Andrés, que adoraba a Juan, preguntó:
—¿Ha sido una noche dura?
—Sí. Aunque más dura está siendo la mañana, te lo puedo asegurar —murmuró mirando hacia el interior de la cocina.
El joven cogió la correa de la perra.
—¿Quieres que la traiga de nuevo aquí o la dejo en casa de tu padre?
Tras pensarlo durante unos segundos Juan respondió:
—Llévala donde mi padre. Dile que iré a recoger a Senda allí y que comeré con él y el abuelo.
—De acuerdo. ¡Vamos Senda!
La perra encantada de salir a la calle, se dejó sujetar por el joven. Dos minutos después, este salía del jardín y Juan entraba de nuevo en la cocina y cerraba la puerta.
—Ya puedes salir estrellita. Nadie va a verte —dijo mirando hacia la puerta.
Como si de una niña se tratara, Noelia asomó la cabeza y, al comprobar que estaban solos, se levantó y volvió a sentarse a la mesa. Después cogió su café y tras dar un trago preguntó:
—¿Tienes un cigarrillo?
—No. No fumo y tú tampoco deberías, no es bueno para la salud.
Aquel comentario hizo que ambos se relajaran. Juan aun estaba sorprendido por tener a la actriz Estela Ponce en su cocina. Aquello era surrealista. Si sus amigos, especialmente Carlos, se enteraban de que ella había estado en su casa, se pondrían insoportables. Por ello, dijo con determinación:
—Creo que ha llegado el momento de que te vayas. Ha sido un placer volver a verte después de tantos años, pero adiós.
—¿Me estás echando de tu casa? —preguntó sorprendida.
—Sí.
Molesta por su falta de consideración y dado que no estaba acostumbrada a aquel trato le miró recelosa.
—¿Sabes que nadie me ha echado nunca de su casa?
—Alguna tenía que ser la primera y mira ¡he sido yo! —respondió él cruzándose de brazos.
—¿Cómo puedes ser tan borde?
—Contigo no es difícil —respondió dejándola boquiabierta. Es más, te agradecería que desaparecieras cuanto antes de mi entorno. No quiero tener nada que ver contigo, ni con tu fama. Mi vida es muy tranquila y adoro el anonimato.
—¿Crees que yo voy a perjudicarte? Pero si tú eres un don nadie y…
Juan con gesto serio la cortó y respondió con rotundidad.
—No. No me vas a perjudicar porque no tengo nada que ver contigo. Mira guapa, no sé, ni me interesa saber qué haces aquí. Pero lo que sí sé es que tenerte cerca lo único que puede traerme son problemas. Efectivamente soy el que tú crees, ¡Bingo!, pero lo que ocurrió entre tú y yo fue un error de juventud y nada más, algo que, hoy por hoy, no quiero que me arruine mi tranquila vida, ¿lo entiendes? Por lo tanto ponte la gorra, tus preciosas gafas de Gucci, sal de mi casa y espero que te vayas a tu maravilloso Hollywood donde tu papaíto seguro que te dará todos los caprichos que un don nadie como yo no va a darte. Aléjate de mí, de mi entorno y de mi vida, ¿me has entendido?
Nadie le había hablado con tanto desprecio en su vida. Nadie se atrevía a decirle a Estela Ponce lo que tenía o no tenía que hacer. Levantándose de su silla clavo sus azulados ojos en el hombre que la estaba tratando como a una delincuente y gruñó:
—Te recordaba más amable, siempre pensé que tú eras diferente.
—En tu caso pensar no es bueno —se mofó Juan.
Acercándose a él hasta absorber el olor de su piel siseó:
—¡Imbécil! Idiota. Eres un… un… ¡patán!
Con aire divertido, Juan miró hacia abajo y tuvo que contener las ganas de reír que le provocaba la situación.
—Gracias… no lo sabía —acertó a decir.
Enfadada al ver que él no se enojaba, sino que, parecía estar consiguiendo el efecto contrario, gritó:
—Te diría cosas peores pero no me gusta blasfemar, por lo tanto, mejor me callo o te juro que yo… que yo…
—Fuera de mi casa, canija —dijo arrastrando a propósito la última palabra.
Dándose la vuelta furiosa como nunca en su vida lo había estado agarró las gafas.
—Por supuesto que me voy de tu casa. Pero de ahí a que haga lo que tú me has dicho va un mundo. Estoy de vacaciones y me quedaré aquí o donde me dé la gana el tiempo que quiera, y tranquilo, no voy a interferir en tu vida. Simplemente quiero descansar un tiempo y este lugar es tan maravilloso como otro cualquiera para ello. —Caminó con brío hacia la puerta, pero se dio la vuelta para volver junto a él y vociferó—: Recuerda, no nos conocemos de nada. No quiero tener nada que ver contigo y si me ves ¡ni me saludes!
—Tranquila, creo que podré soportarlo —asintió sonriendo apoyado en el quicio de la puerta.
Fuera de sus casillas, Noelia quiso patearle el culo. Se paró ante un espejo y mientras se colocaba la gorra ocultando su pelo en el interior vio a través del cristal la sonrisa de Juan y su gesto. Aquello la encendió, y aun más al comprobar que le estaba mirando el trasero.
—¿Quieres dejar de mirarme así?
—No. Estoy en mi casa y en mi casa miro, digo y hago lo que quiero.
—Pues como la última palabra siempre la digo yo ¡no me mires o tendrás problemas! —gritó ella.
Aquel comentario le hizo sonreír aún más y en tono joco so murmuró:
—Oh… que miedo me das.
Deseosa de cruzarle la cara, fue hasta él para golpearle. Levantó la mano pero paró en seco cuando le oyó susurrar sin moverse de su sitio.
—Atrévete.
Resoplando como un toro, Noelia se dio la vuelta, se dirigió hacia la puerta de la calle y la abrió.
—No des un portazo —le escuchó decir.
Pero, directamente, lo dio. Dio el portazo de su vida y suspiró satisfecha hasta que instantes después escuchó su risa, eso volvió a encenderla.
—¡Vete al cuerno! —gritó malhumorada.
A grandes zancadas fue hasta su coche e intentando no perderse y siguiendo las instrucciones que veía por el camino llegó hasta el parador de Sigüenza donde entró como un vendaval en la habitación de su primo. El día, definitivamente, no había comenzado bien.
14
Al día siguiente de su encuentro con Noelia Juan, aún no daba crédito a lo que había ocurrido. Estela Ponce, la gran diva del cine americano, había estado en su casa. En un principio pensó contárselo a Carlos, pero luego calibró las consecuencias y decidió que no era una buena idea. De todas maneras quedó con él para tomar algo. Ambos estaban sentados en una terraza de su pueblo cuando oyeron una voz tras ellos.
—Hola cucarachos. Ya es hora de que os vea el pelo. ¿Me invitáis a una birrita?
Levantando la cabeza Juan sonrió al ver al Pirulas. En todos aquellos años su vida había cambiado poco. Seguía siendo en cierto modo el mismo descerebrado que años atrás, con la diferencia de que ahora regentaba la panadería de su padre. Sentándose junto a ellos que tomaban unas cervezas y tras dejar sobre la mesa unas revistas que llevaba en las manos, ordenó al camarero:
—Pepón tráeme una birra fresquita. —Después mirando a sus amigos dijo—: Qué, ¿algo nuevo que contar?
—No —dijeron al unísono.
Fuera del trabajo nunca comentaban con nadie lo que ocurría durante la jornada, ambos lo tenían muy claro. No les gustaba.
—Joder colegas, la movida que os perdisteis la otra noche —contó encendiéndose un pitillo—. Resulta que el Pistacho, se f…
—¿Pistacho? —preguntó Carlos divertido.
—Sí, joder, el hijo de Luciano, el de los frutos secos. —Al ver que asentían continuó—. Se fue a Ámsterdam una semanita y el tío ha vuelto alucinado. Trajo unas setitas buenísimas de allí y la otra noche le dio una a la Geno, la hija del Tomaso el camionero, y no veas el globazo que se pilló la colega,
—Pirulas —sonrió Juan aprovechando que el sol calentaba aquel día para ser diciembre—. Qué te parece si no nos cuentas esas cosas a nosotros. ¿Te recuerdo en que trabajamos?
—No me jodas, tío. Vosotros para mí sois mis coleguitas, y no unos jodidos cucarachos.
—Lo de cucarachos me toca las narices —se mofó Juan. Aquel estúpido mote era por el que muchos llamaban a los Geos por su indumentaria negra.
—Además —prosiguió el Pirulas sin escucharle—, sabéis que yo, desde hace tiempo, paso de meterme esas guarradas. Yo solo me meto lo que cultivo y…
Carlos miró a su amigo y poniéndole una mano en el hombro le indicó:
—Cierra la bocaza. No queremos saber nada de lo que cultivas —sonrió al escucharle—. De verdad, Pirulas. Tú haz lo que quieras con tu vida, pero no nos cuentes absolutamente nada ¿vale? —Y mirando las revistas que había dejado sobre la mesa cogió una y dijo—: ¿Desde cuándo lees prensa del corazón? ¿Te has vuelto ahora modosete?
—Son para mi madre, y no me jodas, hombre, que a mí me van más las tías que a un jilguero el alpiste —se defendió rápidamente—. Me ha llamado la vieja al móvil y me las ha encargado. Y yo que soy un buen hijo se las compro y se las llevo. Hay que tener contenta a la Aurora.
Todos sonrieron. Aurora, la madre del Pirulas, era una buena mujer y bastante cruz tenía con aguantar al descerebrado de su hijo. Carlos, cogiendo una de las revistas, la hojeó hasta que en su interior encontró un reportaje que captó su interés y, tras mirar a su amigo Juan, que por su gesto supo de lo que iba el tema, dijo:
—Vaya, aquí pone que la actriz Estela Ponce ha terminado su jira por España.
Juan le devolvió la mirada y no dijo nada, aunque le llamó de todo solo con los ojos. Ni siquiera cogió la revista para verla. No le interesaba. Pero el Pirulas se la quitó de las manos para ver las fotos.
—Joder, lo buena que está esa Barbie Malibú. Es que la lamería desde el dedito gordo del pie hasta…
—Nos alegra saberlo —cortó Juan quitándole la revista y cerrándola.
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