—Llámame Manuel ¿de acuerdo?

Ella asintió y sonrió. Le agradó la profundidad de su voz. Recordó que Juan le dijo que su padre era poco hablador por lo que cerró la boca y no dijo nada más, hasta que de pronto le oyó decir:

—Noelia ¿te apetece ayudarme a cocinar?

Al escuchar aquello la muchacha se tensó. ¡Ella era un peligro en la cocina! Juan al ver la indecisión en sus ojos respondió:

—No, papá. Mejor que no.

—¿Por qué no? —insistió aquel sin apartar los ojos de la muchacha.

Juan, intuyendo que una actriz de Hollywood no debía usar mucho la cocina de su casa y mucho menos saber cocinar, en tono despreocupado respondió:

—Papá, ella no ha venido aquí a cocinar. No ves cómo viene vestida.

Manuel se fijó en lo elegante que la muchacha iba vestida, a pesar de estar empapada. Aun así le preguntó:

—¿Crees que le voy a hacer el tercer grado?

Un extraño silencio se apoderó del salón y cuando Juan se disponía a contestar, Noelia dio un paso adelante y, aun a riesgo de envenenarles, le dijo:

—Estaré encantada de cocinar contigo Manuel.

Al escucharla, todos la miraron y Juan asintió. Con una complicidad que se tornó divertida, la joven le cogió del brazo y se marchó con él a la cocina ante la atenta mirada de todos. Juan, que suspiró al ver como sus hermanas le miraban, preguntó acercándose a su hermana mayor:

—¿Se puede saber que andas cotorreando por aquí?

Una vez en la cocina Manuel estuvo durante un rato peleándose con una máquina.

—Jodida Thermomix. Cuando dice que no funciona, no funciona.

Con curiosidad, la joven miró la máquina que estaba sobre la encimera y preguntó:

—¿Qué querías hacer con ella?

—La masa de las croquetas. La hace muy rica y a los niños les encanta —suspiró el hombre—. Pero la puñetera máquina, ya tiene más de veinte años y me parece que ya ha llegado el momento de que compre otra.

Dejando a un lado la máquina, Manuel cogió una fuente repleta de pimientos rojos asados y preguntó.

—¿Sabes pelarlos y prepararlos?

Su cabeza funcionó a mil. ¿Sabía pelarlos? Pero dispuesta a quedar bien con decisión asintió pero susurró:

—Creo que sí, pero por si acaso dime como los haces tú.

El hombre con una sabia sonrisa asintió y cogiendo un pimiento le indicó.

—Primero les quito la piel, después lo troceo. Una vez que todos estén pelados y troceados parto ajito muy picadito, se lo echo por encima y por último, sal y aceite de oliva. ¿Cómo lo haces tú?

—Igual… igual…

—Muy bien Noelia —sonrió limpiándose las manos en un trapo—. Tú te encargas de pelar y aliñar los pimientos asados, mientras yo continúo con el cordero, ¿te parece?

—¡Perfecto! —asintió esta poniéndose el delantal verde que le pasaba.

Después de lavarse las manos, la muchacha comenzó su tarea en silencio. Al principio los pimientos y sus resbaladizas pieles se le resistieron. Lucho contra ellos sin piedad, pero finalmente la tarea se suavizó. Sin poder evitarlo los recuerdos inundaron su mente y sonrió al recordar las veces que había visto a su abuela trastear en la cocina de Puerto Rico. La mujer se había empeñado en enseñarle pero fue imposible. Noelia no estaba hecha para la cocina. Manuel, que la observaba con curiosidad de reojo, se percató de su sonrisa y preguntó:

—¿Qué te hace tanta gracia?

—Pelar pimientos —al ver la cara guasona de aquel prosiguió—: Mi abuela y yo nos divertíamos mucho en su cocina con olor a especias. Ella era una magnífica cocinera. Era genial.

—¿Era?

—Sí. Murió hace siete años —contestó cogiendo un ajo—. Fue un momento muy triste para mí.

—Lo siento, hija —murmuró al sentir su dolor—. Perder a un ser querido es terrible y, nos guste o no, hay que aprender a sobrellevar su ausencia. Pero debes tener fe y pensar que ella, esté donde esté, sigue contigo.

Aquellas palabras y, en especial el cariño de su tono, hicieron que a la joven se le erizara el vello del cuerpo. Su padre, al verla llorar por la muerte de su adorada abuela, simplemente se limitó a recriminarle por ello. Ni una simple caricia. Ni un simple abrazo. Por eso, que aquel hombre al que no conocía, y que tenía la misma edad que su padre, le dijera aquello, le emocionó y tuvo que tragarse el nudo que se le formó en la garganta para poder hablar.

—Lo sé. Sé que está conmigo allá donde esté. Pero creo que el momento de su pérdida fue el peor de mi vida. Ella era una mujer con una vitalidad increíble y que siempre me dio mucho cariño. Lo que más quería por encima de todas las cosas era hacernos sonreír a mi primo Tomi y a mí. Nos adoraba y estoy feliz porque a pesar de su ausencia, sé que ella sabía que el sentimiento era mutuo.

—Recordarla y sonreír al pensaren ella es el mejor tributo que le puedes hacer. ¿Y sabes por qué? —Ella negó con la cabeza—. Porque estás haciendo algo que a ella le gustaría, sonreír y ser feliz. Nunca lo olvides.

Aquel tono de voz tan cautivador volvió a emocionarla. Durante un buen rato ambos hablaron sin cesar de todo lo que se les ocurrió y ella sonrió al darse cuenta que Juan la había engañado. Manuel nada tenía que ver con un hombre poco hablador y frío. Al revés, era afable, cariñoso, divertido y dicharachero.

—¿Conoces desde hace mucho a mi hijo? —preguntó de pronto sorprendiéndola.

Durante unos segundos dudo qué contestar y los nervios le atenazaron. No podía contar la verdad pero le molestaba mentir. Técnicamente, su hijo había sido su marido durante unos meses, hasta que llegaron los papeles definitivos del divorcio, pero dispuesta a no revelar aquel secreto murmuró con aparente tranquilidad:

—No… Realmente nos conocemos desde hace poco.

Al verla dudar, Manuel sonrió e intuyó que se conocían desde hacia tiempo, y soltando el cordero que llevaba en las manos dijo poniéndose a su lado:

—¿Sabes qué es lo que me parece más curioso?

—¿Qué?

—Que Juan te haya traído a casa. Él siempre es muy reservado con su vida privada y aunque sé por sus amigos del éxito de mi hijo entre las féminas, tú eres la primera que nos presenta. Debes de ser muy especial.

Un extraño júbilo hizo que el corazón le comenzara a latir con fuerza. No quería emocionarse como una chiquilla, pero saber aquello le alegró y le hizo sonreír. Aunque al ver como la miraba el hombre recompuso su gesto y respondió con simpatía:

—Manuel, solo somos amigos.

—¿Solo amigos?

—Aja… y te recuerdo que le dijiste que no me someterías a un tercer grado —asintió divertida.

—¿Sabes? Los jóvenes de hoy tenéis una manera muy extraña de llamar las cosas. En mi época el llevar a una chica a casa de los padres y presentarla a la familia tenía otro nombre y…

Oh, my God! — soltó divertida.

Manuel la miró extrañado. ¿De dónde era aquella bonita muchacha? Ella, al darse cuenta de que habla hablado en inglés, dijo mientras le señalaba con un pimiento en la mano con gesto pícaro:

—Solo estoy de paso. —Al escucharla, Manuel soltó una sonora carcajada—, Y Juan está siendo cortés conmigo invitándome a vuestra fiesta. Nada más. En cuanto me marche él continuará con su vida y yo con la mía, ya lo verás.

Pero Manuel conocía muy bien a su hijo y sabía lo posesivo que era, y con la pequeña reacción que había observado antes de entrar en la cocina había sido suficiente. Su hijo tenía algo diferente en su mirada aquella noche. Con una sonrisa en los labios Manuel volvió a coger el cordero y salándolo murmuró dispuesto a saber más de aquella divertida muchacha:

—Noelia, tienes un acento extraño. ¿De dónde eres?

En ese momento la puerta de la cocina se abrió de par en par. Era Juan, que al escuchar la pregunta de su padre, contestó en lugar de ella:

—De Asturias.

Manuel le miró y levantó una ceja. Aquella de asturiana tenía lo que él de canadiense. Su hijo y aquella muchacha escondían algo y eso le resultó muy gracioso.

—Entonces sabrás hacer buenas fabadas ¿verdad?

—Oh… por supuesto —mintió al sentir la mirada penetrante de Juan a su lado.

—¡Estupendo! —aplaudió Manuel y clavando la mirada en ella preguntó—. ¿Qué te parece si un día de estos nos preparas una? Al abuelo y a mí nos encanta la fabada y más si quien nos la hace es una auténtica asturiana.

—Cuando quieras, Manuel —respondió ella y Juan sorprendido la miró.

Ay… ay… ay… Dios mío ¿qué he dicho?, pensó Noelia, que ya se estaba arrepintiendo de sus palabras.

Con la mirada, Juan le hizo mil preguntas y ella, asustada, se mordió el labio.

—Pues no se hable más —asintió Manuel y cogiendo un papel y un bolígrafo preguntó mirándola—: Dime lo que necesitas y lo compraré.

El desconcierto cruzó por su cara. ¿Qué necesitaba para hacer aquel plato? Con la mirada buscó ayuda en Juan, pero este se limitó a mirar el suelo. Finalmente y sintiendo la mirada de su padre en el cogote, se volvió y dijo:

—Fabada. Compra fabada.

Manuel estuvo a punto de soltar una gran carcajada. Sus caras eran para desternillarse de risa. ¿Qué les ocurría a esos dos? ¿Qué ocultaban? Y sobre todo ¿Por qué su hijo resoplaba así? Pero dándoles un respiro asintió y murmuró soltando el papel.

—De acuerdo. Compraré los ingredientes en la tienda de Charo. Estoy deseando probar esa magnífica fabada.

¡Ay, Dios mío que los voy a envenenar! pensó mientras Juan la observaba como si se hubiera vuelto loca.



















26

La cena se retrasó. Eva, hermana que trabajaba en Madrid, no llegaba. Pero cuando las tripas de todos comenzaron a rugir por fin apareció como un vendaval.

—Ay Dios… perdóname todos pero tenía que cubrir una noticia y mi jefe…